La luna ubicada del otro lado del edificio se oculta sospechosamente de miradas curiosas. Desde la atalaya de vidrio ubicada a diez metros de altura apenas se la ve. Redonda en sus límites. Pasea entre jardines abundantes de estrellas enclavadas en en la oscuridad. Gira sin descanso sin banquinas ni protecciones ruteras. Sin bordes que alteren la uniformidad de praderas nocturnas. Pendiente de las fuerzas que la guían. Aburrida de su devenir circular. Hoy quiere pasar desapercibida.
Cuando le agarran berrinches; en especial cuando crece desde su interior por desidia, queda apretujada en su círculo exterior por un anillo de rocas amalgamadas en las eras de la creación. Sin volcanes activos que le alivien la presión interna, queda empujando hacia fuera, presionando, restando espacio. Y se estremece, se bambolea imperceptiblemente, lanza aullidos de dolor transformados en vibraciones espasmódicas. Y un observador lejano, provisto de elementos adecuados podrá medir ese andar zigzagueante, errático, propio de aquellos que las emociones lo sobrepasan y deambulan sin giróscopo buscando la huella salvadora.
Necesita distracción, dejar de lado los dolores que la dominan. Lanza un pedido de auxilio a sus cómplices mientras disminuye su brillo hasta el mínimo posible. Porque la luna oculta tras su palidez —salpicada de grises testigos de choques imprevistos de cuerpos celestes vagabundos— sus secretos más íntimos. Ella es cómplice y compinche de muchos grupos: las brujas medievales y sus descendientes hábiles para crear hechizos que nos rodean, las sacerdotisas bacanales que inundan en secreto a la arboleda del monte de Simila de fiestas orgiásticas y ceremonias de iniciación, los bandidos románticos que vestidos de justicia buscando la revancha para restablecer el equilibrio del universo, los amantes rebeldes que se convierten en prófugos devorados por la pasión prohibida. También ayuda en juegos infantiles dónde esconderse es la única regla, o trazar en su superficie canales de agua mágica transportando góndolas para periplos de novios eternos
Las que responden inmediatamente son las brujas que dibujan en el aire una peregrinación desordenada y bulliciosa. Esa estela persigue a la luna sin dudar, empecinada en no abandonar a la nave madrina que recorre mares sin agua, de fondos infinitos. Son obedientes vagones de carga formados por brujas divertidas montadas en vehículos con forma de escoba. De largas cabelleras resguardadas por sombreros de pico puntiagudo, de colores opacos escapando del negro ensalzado por escritores poco imaginativos, remisos a buscar en crónicas antiguas la descripción original de sus atuendos. Hace falta la corriente revisionista que desempolve pergaminos añejados, que descubra en códices escondidos, debajo de crisoles desechados por costumbres rígidas de los avances tecnológicos.
Porque no todas las brujas visten de negro algunas exhiben granos descolgados de sus caras, tienen narices semejantes a ganchos de carnicería, emiten sonidos estridentes que abundan de cacofonías y comen niños que no resisten antojos de golosinas y chocolates. Esas son para consumo exhibicionista. Estereotipos que ocultan la realidad. Porque las brujas existen pero son rubias, morochas, castañas, pelirrojas. Altas, bajas, rechonchas, estilizadas. Son pilotos de escobas sin registro profesional. Divertidas, amargadas, Todas tienen su lado oscuro, todas su perfil público elaborado por siglos de experiencia.
Algunas elaboran brebajes con fórmulas heredadas, pocas incursionan en innovar recetas que consideran mágicas y universales. La mayoría tiene el poder de la mirada, de los mohines traviesos, de las muecas de desagrado. Histriónicas por naturaleza, arrastran en sus genes sus capacidades a perfeccionar. Abandonan sus enclaves y se mezclan en la vida cotidiana. Y tienen sus congresos, sus diversiones exclusivas, sus fiestas prohibidas, sus celebraciones profanas solo para iniciadas. La mayoría son solo traviesas, abandonadas a la adolescencia perpetua.
Salen de noche, sobrevolando en escobas de diseño medieval que no abandonan, a pesar del avance en aerodinámica y las normas de seguridad de aeropuertos, instalaciones militares y ciudades de rascacielos con luces parpadeantes. Llevan en sus manos cazasueños perfeccionados, son detectores electromagnéticos que permiten identificarlos al abandonarse a navegar sin ataduras. Entonces ponen en práctica las mañas aprendidas y las creatividades desarrolladas. Lo interrumpen y subrepticiamente introducen variaciones. Cambian personajes, disfrazan escenarios, ponen palabras que no se dijeron, borran expresiones. A veces intercalan paisajes desopilantes, o se entrometen añadiendo finales inesperados.
Contentas y lanzando carcajadas mudas, continúan su periplo desordenado buscando nuevas víctimas. Pocas veces se detienen a observar el resultado de sus travesuras. Saben que han provocado agitaciones en entornos apacibles, que arrojaron tormentas de arena en oasis desprevenidos. En alguna oportunidad regalan música de fondo con melodías de risas socarronas.
Cotejo acompañando a lunas ansiosas. Desfile de diversiones juveniles que se renuevan noche a noche. Condimento insustituible en los argumentos de sueños aburridos. Son indispensables en el equilibrio de la población. Tanto que no tienen detractores ni defensores a ultranza. Son solamente eso, brujas.