Samarcanda

«Es tal la riqueza y la abundancia de esta gran capital que contemplarlas es una maravilla»,

dijo un castellano que en 1404 llegó a la ciudad de Samarcanda para rendir visita a Tamerlán,

el guerrero que había fundado el mayor imperio de Asia

No es fácil sustraerse al hechizo de una palabra como “Samarkanda” —al instante los oídos se llenan de música y la voz que lo pronuncia de resonancias coloridas—  , tan empapada de mitos que se remontan a la infancia, a las épocas en que todo está por descubrirse y cada vocablo escuchado por primera vez adquiere significados que perduraran en los tiempos. Época de lecturas balbuceantes y de relatos orales que fijaron para siempre las pautas de la fantasía y la creatividad. Esa ciudad sin ubicación en los mapas modernos pero sí en los mapas de las fábulas, de tantas connotaciones mágicas que se corre el riesgo de perderle la pista por los vericuetos de esas geografías imaginarias que arrancan en la Atlántida y ponen rumbo a Shangri-La o al país de las amazonas.

Y “Samarkanda” emerge rodeada del desierto sin límite, de fronteras de pasto raquitico, sumergido en arena amarillenta acumulada por siglos, barrida por olas inagotables de dunas que se superponen sin finalizar, extendiendo los horizontes sin interrupción y llevándolos hasta donde es capaz la fantasía. Es una ciudad poblada de seres escapados de sueños y pesadillas, que arrastran historias imposibles por callejuelas estrechas y tortuosas; sumidos en las penumbras unos, rebosantes de luz otros, grisáceos de amplios tonos la mayoría. Todos murmurando relatos rimados, acompasados, desentonados, con largos silencios, teñidos de temor, exuberantes de heroísmo. Todas las historias posibles en un solo lugar, en diferentes lenguas. Relatos que se van acumulando uno tras otro, un enorme almacén de estanterías de nubes carmín, una biblioteca oral.

Es lo que se desprende de Samarkanda al oírlo, al leerlo, al evocarlo. La palabra fascinante, misteriosa, seductora que se abre entre dos letras (S a m a r k a n d A) y deja que por esos nueve espacios entren sin filtrar, sin discriminar a los invitados y a los que no lo son. Esas nueve puertas, con los goznes apoyados en cada letra, están siempre dispuestas a dejarse franquear, solo hay que separarlas con suavidad y penetrar en su magia imperecedera.

Las narraciones dentro de ella se enriquecen, porque de tanto ser escuchadas adquieren matices diferentes, se empapan de poesía, se convierten en canciones sin música, en poemas de oralidad sincronizadas con las voces que las transmiten una y otra vez. El espectador sorprendido escucha otras versiones a pesar que el decidor es el mismo. Un párrafo que sobra, alguna palabra cambiada, el orden alterado.

En las noches de luna llena los relatos se refugian en la plaza y hablan todos a la vez, en simultáneo; se entremezclan y se confunden y retornan en busca de la voz que los protege con cambios aleatorios, impensados. Están vivos, evolucionan. Y en ocasiones especiales se aparean entre ellos y dan a luz un cuento original. Muchas veces vuelven a interpretar uno de los originales que con el paso del tiempo se desgranó en varios y en ese momento retoma su formato inicial, su forma como fue contado la primera vez. Pero reinterpretado. Interminable ciclo de síntesis y expansión de narraciones.

En mi Samarkanda está mi fantasía, mi depósito de magia, mis palabras, mis pesadillas, los seres inventados que me acompañan. Todos los amaneceres me sumerjo en ella y nado entre ellos, pesco sin descanso.

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