Museo de Antropología

Piedras superpuestas amalgamadas por el tiempo. Las sombras veteadas por rayos de sol dibujan figuras que permanecen en el transcurrir de la mañana en su viaje al atardecer.

Murales que fueron  trabajados piedra contra piedra, que se fueron desgastando en una sinfonía monótona, silenciosa, ininterrumpible. Fueron fieles a las indicaciones dictadas por historias que debían perpetuar. Hoy, la mirada profana de los visitantes recorre formas que no se comprenden, solo se intuyen. Glifos que intentan escabullirse y liberarse, de abandonar su mudez y cantar su gesta. Tejidos de hilos rocosos que interpretan hombres o dioses, o ambos. La selva hecha ciudad, trasladada en apenas imitaciones.

El edificio que alberga esas sagradas obras de costumbres perdidas se atrinchera en el medio de la ciudad rugiente. Celoso defiende el tiempo sagrado que alguna vez campeo por mesetas y selvas mesoamericanas. En su interior se respira asombro por parte de los visitantes, de los foráneos. Es una competencia feroz entre los monumentos para sobresalir y llamar la atención del visitante. Orgullosos se erigen verticales. Soberbios rechazan la luz artificial y se regocijan con las sombras que se entrecruzan en los pasillos. Sedentarios, acomodados a lomo de suelos de mosaicos. No tienen voz, pero distribuyen energía. Es un tiempo desvirtuado el  que las rodea. Es la muestra de la conjunción hombre-dioses, hombres-naturaleza.

Hoy los tiempos sacros y profanos se han confundido. El museo nos recuerda eso. Brillante, majestuoso. Recorre sus salas en silencio, nada más. Las obras expuestas se encargan de lo demás. Por un rato, por unas horas, por unos días recuperamos una dimensión relegada. No perdamos la oportunidad.

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