La Mancha al despertar

El sonido de la llovizna repiqueteando contra la capa de calor que se extendía por  el patio, el techo, la vereda, tuvo en él un efecto reparador, casi mágico. Mal dormido, acuciado por la ausencia total de brisas; sumergido en la humedad pegajosa de las sábanas –la de abajo, la otra estaba despatarrada en el exilio del suelo, lejos de la cama-; bombardeado por mosquitos que eludían en juegos de acrobacia el humo del espiral, que se aplastaba en vez de elevarse transformándose en inofensivo; con sueños que no lograban despegar, se anunciaban y al ser embestidos por el infierno que se abatía sin compasiones, huían hacia sus refugios esperando otra oportunidad en el sorteo, ninguno de ellos duró más de dos segundos.

Los ojos entornados, confusos miraron la mancha en la pared que lo acompañaba desde hacía años, no podía precisar la cantidad exacta, ni aproximada. Para él siempre estuvo, aún antes de levantar ladrillo por ladrillo, aún antes que la casa se convirtiera en un acumulador de calor en verano y en un iglú de bloques de hielo en invierno. La contempló como en cada despertar, sino estaba lo suficientemente iluminada, tomaba la linterna de su mesita de luz y la castigaba enviándole un rayo de luz inesperado, salvaje.

Hablaban. Él le contaba lo que recordaba de sus sueños, los rearmaba, los mezclaba, los desvirtuaba. En realidad era la versión sesgada de su realidad cotidiana. En sus momentos de desesperación comprendió que era la mejor arma para su defensa en ese mundo agreste que lo emboscaba desde el inicio del día. Ella le respondía zarandeando sus bordes, matizando las sombras, extendiendo o disminuyendo intensidades. Ella escuchaba atentamente, sin perder palabra, él interpretaba las variaciones y las traducía a frases para que fueran comprensibles, pero solo para él: era su secreto, su misterio.

La interrogó y aguardó impaciente. Su cuerpo estaba mojado por la humedad, la respiración se manifestaba entrecortada, los oídos se alimentaban del canto gregoriano de la llovizna tamborileando contra la ventana. La mancha, su mancha, le respondió. Comenzó danzando frente al fuego eterno de la antorcha tambaleante, era el principio obligado del ritual. Caminó a grandes pasos, casi casi corriendo, salpicó de sombras más allá de sus dominios –él sabía que así manifestaba la risa que brotaba de su interior, la verdadera, la real la que no tiene sonido sino alegría-.

Sorprendido se sentó en el borde de la cama, las manos entrelazadas, la cabeza erguida, tensionado pero relajado. La mancha proseguía su discurso. Notó que se alteraba porque él no entendía. Se esforzó, estrujó sus pensamientos, los ordenó al derecho y al revés, los hizo girar, los esmeriló. Nada. La mancha estaba al borde del paroxismo. Parecía un tigre dientes de sable dispuesto a tragarse su presa sin necesidad ni contemplación.

Y ocurrió, como siempre pero demorado. La comprensión lo castigó con un inesperado resplandor.  No perdió  tiempo, se cambió con lo primero que encontró, le estampo un sonoro beso en la parte más oscura de la mancha y se abalanzó sobre la puerta, atravesó el comedor, tomó las llaves y salió.

Todavía lloviznaba. No era lo importante. Buscó el charco más cercano, llegó corriendo y lo pateo salpicando al árbol con gotas contaminadas de tierra. Lanzó un grito de triunfo y busco el segundo. La risa infantil lo desbordó. Sus movimientos fueron cada vez más plásticos, más precisos. Paró cuando la respiración se quejó. Se sentó en el cordón de la vereda y trató de ubicarse. Estaba a cinco cuadras de su casa. Rio más fuerte, con el alma. Las nubes, extrañamente bajas, le obsequiaron una tenue cortina de agua. Eran caricias   

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