Axis mundi

La puerta de la biblioteca se encuentra abierta. Exhibe orgullosa  un amplio ventanal incrustado en la pared de enfrente que invade  el jardín.  Presume con una fuente de agua ubicada casi perdida a un costado del escritorio que murmura el sonido de cascada, y  trepada sobre una mesita amarronada antigua salpica irreverente el globo terráqueo que se ha olvidado de girar.

La puerta siempre está abierta. Siempre esperando por mí. Siempre ofreciéndome sin egoísmo su sabiduría, su comprensión, su amistad. Es el ambiente adecuado para la reflexión, para disfrazarse de ermitaño ocasional; un paisaje que durante años fui cincelando con paciencia de orfebre en profundas y extendidas jornadas. Desde que recuerdo fue mi refugio, desde que colgué en la pared  el primer estante y ordené los primeros ejemplares arriba de él. Con el correr de los años la biblioteca permaneció siempre igual —fiel a sí misma—, siempre diferente —incorporando nuevos anaqueles  mientras acompañaba  mi evolución—. 

No es un simple depósito de libros, es el alma de la casa. Es mi memoria viva.  Su interior se encuentra recorrido por  laberintos virtuales diseñados por mi curiosidad, mis miedos y mis fantasías; sus espacios vacíos se encuentran  adornados por palabras vagabundas y mágicas escapadas de textos. En los atrapaideas colgados del techo están enganchadas  restos de conversaciones en ovillos de colores. En su interior flotan  descuidadamente pensamientos eclécticos, algunos originales, otros plagiados, otros tergiversados. Los razonamientos inútiles o erróneos quedan atrapados en su red  e indefensos inexorablemente  son quemados por la luz del sol al amanecer. 

En su arcón escondido tras un muro falso almacena rastros de las personas que he sido y reserva sitio para las que seré.

 Estoy sentado en el sillón heredado de mi padre. La música es liberada de su encierro en los rígidos discos compactos y es  lanzada a combatir el silencio. Como de costumbre me  acompaña la soledad, esa amiga fiel que nunca me abandona. En estas ocasiones  de incertidumbre y zozobra, y apoyado por el entorno, soy capaz de reencontrarme con mis historias,  con mi génesis. Y hacerle frente sin dudar a la angustia agazapada que busca imponerse. En ese ambiente rebosante de magia logro recuperar mis momentos de iluminación, esos instantes únicos en que la luz se abrió paso desde la ignorancia, esos instantes únicos en que descubrí portales a través de los cuales me lancé a mundos desconocidos.

En cada crisis personal que atravesé en mi pasado, cuando las alternativas se tornaron enigmáticas y era  incapaz de encontrar un punto de apoyo apropiado, recurrí a mi Axis mundi personal, a mi lugar en el universo. Ahí aislado, rodeado de mis libros recupero mi 

espacio; es el instante mágico en que mi intelecto se conecta con los sentimientos, los pensamientos con las emociones. Es el núcleo de mis certidumbres, de todo lo que estoy seguro;  es la columna que sostiene mis creencias. Es el nervio del cosmos interior. Me siento seguro, protegido. Es mi fortaleza.

La biblioteca es mi territorio. Fuera de sus límites, lejos de su influencia, más allá de sus fronteras trazadas en forma defensiva están los reinos bárbaros de habitantes y costumbres extravagantes, con su carga intrusiva de caos, de oscuridad, de incertidumbre, de daño. Dentro de esos confines y alimentado por las fuerzas almacenadas en mi caverna, armado y protegido por mi brújula, he logrado en el pasado aventurarme hacia cualquiera de los puntos cardinales y avanzar sobre comarcas a conquistar. He logrado éxitos efímeros y fracasos perdurables.

Pero antes de librar cada batalla, siempre la primera tarea, la inicial, fue reordenar el contenido de los estantes —no de todos ya que se convierte en tarea ciclópea e inalcanzable mudar tres mil quinientos libros—, solo de aquellos que se convertirán en armas decisivas. Seleccionar las más aptas para ese combate en particular.

Ahora, otra vez amenazado por una crisis sorpresiva, me encuentro parado mirando a mis fieles compañeros de existencia. Los cubos de madera ubicados en el centro del mueble contienen los volúmenes esenciales, los que sostienen la estrategia del combate que se avecina. El “Bolero de Ravel” se desliza circularmente y me rodea con su reiteración rítmica. Me concentro en los lomos que identifican la obra y el autor. El criterio vigente hasta ahora fue acomodarlos de acuerdo con el nombre de pila de los autores. Hoy necesito otro orden, preciso defenderme y desterrar el caos que me acecha.

 Repaso las características que pone en evidencia la crisis. Enumero las soluciones que tuvieron éxitos en el pasado. Hago un inventario de los libros disponibles. Un grito de advertencia para que preste atención. Las palabras que se hacen presentes en mi cerebro surgen de lo profundo de mi ser. Proponen una disposición con las lecturas que más influyeron en hacerme crecer. Decidido las recuperaré en el orden que irrumpieron en mi conciencia.

Debo despejar, sacar los libros y apilarlos en el suelo —aprovecho la ocasión y con un trapo y un plumero quito la tierra de las superficies—. El estante más alto quedará vacío, en memoria de los que no están, es un homenaje a ellos. El Corsario Negro, Sandokàn, Bomba, Tarzán, El llamado de la Selva, Veinte mil leguas de viaje submarino, los que durante mi infancia me revelaron la existencia de mundos más allá de ciudades y pavimentos con selvas exuberantes y animales desconocidos que pronto se transformaron en amigos; de mares que escondían monstruos hambrientos de injusticias, temporales inclementes que cesaban de improviso, de tifones inesperados y lo peor: barcos de enemigos crueles y malvados. Aventuras pobladas de protagonistas invencibles, ignorantes del miedo, dispuestos a cambiar su vida por un amor o un ideal que a veces no entendía. Aprendí extrañas palabras que mi padre nunca aclaró, encontré en los mapas insólitos nombres con sonidos épicos: Samarcanda, Mompracem, Cartagena. Quise colocarme el traje de héroe y fui protagonista. Fue el primer indicio que las palabras arrastran magia entre sus letras y las transfiere a su lector.

El próximo estante está dedicado a “El Tesoro de la Juventud”, los 20 tomos gemelos, solo identificados por números romanos. Fue el refugio de la niñez, el acompañante de tardes 

de descubrimientos asombrosos. Era abrirlos al azar y sin aviso previo ser arrollado por manada de búfalos desdibujados por la nube de polvo que levantan, o ser bañado por el agua arrojada por un cántaro roto de tanto ir a buscarla a la fuente, o hacer una travesía montado en dromedario, o perderse en acertijos de juegos de vocablos. Quise saber de todos los temas sin excepción.

Y se van alimentando lentamente los estantes, de izquierda a derecha y de arriba abajo. Arbitrario, tal vez en algunos casos provocado por la debilidad de la memoria tergiversando el significado original o la cronología de lectura por la interpretación actual sedienta de crisis y ansiosa . 

Mis manos toman “El día en llamas” —la vida de Arthur Rimbaud—. A través de sus páginas descubrí que detrás de la poesía hay hombres con pasiones, que son diferentes a la mayoría. Espíritus desbocados que encuentran su ser  vociferando salvajemente la soledad y el aislamiento a los que los condena la incomprensión de los demás. Y eso provocado por ser distinto, por percibir al mundo con otros sentidos, por no comprender al alma eternamente errante, por no tener la intención de aceptar las normas sociales sumisamente. Fue la primera evidencia, asomándome a la adolescencia, de que la vida es mucho más que aventuras con final feliz. Recuerdo que terminada la última hoja quise romper con la sociedad y ser uno más en el olvido, repudiar el rebaño y sus costumbres.

Busco a tientas “Sabiduría China”, una visión de una cultura milenaria, a esa edad muy alejada de mi experiencia intelectual, más tarde, apoyado por otras lecturas, descubrí que era una versión edulcorada y simplificada para mentes occidentales. Las primeras estrofas del Tao devastaron mi lógica,  abrieron sendas en mis neuronas que nunca más se cerrarán, despejaron caminos que interrumpirán a diario deducciones formales para encontrar atajos impensables. Ubico el  libro contra uno de los costados del cuadrado. Al tropezar con sus frases enigmáticas me pasé días tratando de desentrañar su significado, hasta que llegué a la conclusión de que la comprensión se devela a su tiempo, solo hay que recoger las palabras, guardarlas y aguardar que maduren.

Dejo al costado algunos libros y busco “El hombre ilustrado”, la fantasía en poesía, la prosa desgajada por imágenes extrañas que sonaban reales. Cada cuento un mundo que convertía lo imposible en cotidiano. Busqué en cada objeto el alma que se ocultaba, las historias escondidas bajo su superficie, desde entonces me siento a observar y aguardo que me cuenten su historia.

Llego a “Demian”,  ya nada sería igual a partir del momento de su lectura. Lo misterioso, lo ignorado por una razón simplista e ingenua estaba ahí, al alcance de mi mano, acechando que lo encuentre para que se apodere de mí. Me dio miedo, era demasiado desconocido, nunca antes había vislumbrado siquiera la existencia de una realidad tan escamoteada, tan enmascarada y tan cercana. Se abrió una puerta a un pasillo con vericuetos sin fin que no se cerraría nunca más. Aprendí a desconfiar de las primeras impresiones, a no dejarme seducir por  la lectura lineal.  Comprendí que siempre hay otra realidad que se desliza por debajo, que depende de cada interpretación, de las creencias y que irrumpe cuando más 

distraída se encuentra la mente. Nunca es suficiente la primera explicación. Busqué, hasta hoy, encontrar la verdad detrás de la forma, oculta en las sombras; hacer visible lo oculto a los profanos e inexpertos.

Me detengo. Estoy sacudido. La respiración contagia su ritmo equilibrado a mis pensamientos. Estos fluyen  y se reordenan, adquieren otro significado. Las fuerzas se orientan, me siento bien, protegido, dispuesto a combatir. Cambio la música. Coloco la “Obertura de Guillermo Tell”. Ya estoy en condiciones, me voy a “Campo de batalla ampliado”.

La avalancha se precipita, me sepulta. “Ficciones”, “Rayuela”, “Bestiario”, “Manuscrito encontrado en Zaragoza”, “La mano izquierda en la oscuridad”, “El hombre en el castillo”, “Opus Nigrum” …

Las armas están listas. Mi ejército está alerta. Estoy preparado para el combate.

El día en llamas, James Ramsey Ullman

 Sabiduría China, Lin Yutang

El hombre Ilustrado, Ray Bradbury

 Demian, Hermann Hesse

 Ampliación del campo de batalla, Houellebecq

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *