Nubes negras agazapadas y arrinconadas contra el horizonte. Aguardando el momento para atacar, para saltar sorpresivamente cuando el enemigo se encuentre distraído y el daño pueda ser mayor. Y sobre ella, primero tímidamente luego con determinación, el sol se asoma distribuyendo rayos dorados que dañan los ojos. Quietud. Se asemeja más a los instantes postreros de una tormenta que a un amanecer apacible.
El calor no dejó la noche. No se retiró a descansar, tampoco a dejar en paz a la ciudad. Sólo al abrir la puerta de entrada una imperceptible ráfaga de aire fresco golpea la cara adormilada de los que se arrojan en brazos de la rutina diaria. Y dura lo que un helado sometido a las temperaturas reinantes. Ese caminar vigoroso que se despierta con las brisas, poco a poco va siendo ahogado por un aire quieto, ya acostumbrado a ser sedentario, a permanecer inmóvil sumido en prácticas de meditaciones orientales, a simplemente estar. Con el mínimo esfuerzo, con desplazamiento nulo.
Y las nubes trazan extrañas manchas en el cielo. Manchas grises oscuras de bordes blancos pintados con trazos indecisos. Con escamas doradas que se desploman en celeste pálido. Copos de nieve que venden en el zoo, que se elevan en recorridos verticales, dándole volumen al aire. La ciudad sin luces se deja iluminar por la claridad que de a poco abarca la totalidad. Una ciudad de edificios que se niegan a salir de su sopor. Que no ostentan luces multicolores internas, ni ventana con cortinas pugnando por escaparse volando hacia su destino inconcluso. Puertas cerradas, casi herméticas.
Y las calles. Secas de tanta ausencia de líquido, Grises de aguardar una crecida que desborde sus cordones y penetre hasta lo más profundo por grietas serpenteantes. Y avenidas que se disfrazan de calles y también desesperan. Autos que siguen en reposo, colectivos que demoran su recorrido. Transeúntes que se transforman en peregrinos erráticos de una fe emergente, ecléctica. Sincretismo pagano al amanecer.
Y en esos rostros que se resisten a arrojarse a las tareas cotidianas, que acompañan mansamente al cuerpo en su viaje diario al corazón de la ciudad se perciben historias mínimas que van creando los recuerdos del futuro, que arruinan las esperanzas del pasado. Cada pasajero de colectivo aburrido y previsible es una anécdota del día que pasó. Un eslabón sin nombre en la cadena de instantes que al final se convierten en la única vida disponible.
Y bajo el techo cercano, atravesado por pasamanos imposibles de alcanzar para niños, se amontonan desordenadamente historias que a nadie le importa excepto al que la sufre, porque son todas iguales, sin fines sorpresivos, sin acciones heroicas que merezcan unas líneas en la historia de la ciudad. Insignificantes relatos que cuelgan, esperando deseosos que alguien los interprete arrancándolos del anonimato. Que alguien en su vigilia mañanera sea capaz de absorberlos en el silencio del viaje compartido. Pero siempre alguna sobresale de las demás. Alguna es original. Alguna se desgajó de un sueño y se filtró ingenuamente hasta el interior de un cerebro distraído.
Hay desierto. Hay sol. Hay arena. Hay una postal tridimensional de cómo debe ser un desierto que se precie de tal. Y en estos días es imposible no asociar con desiertos. Hasta restos óseos se blanquean al sol acompañados por cactus elevados, trazando sombras rígidas. Y todo es inmovilidad, nada es movimiento. Y hay un alma que se escurre entre el polvo de la tierra. Sin forma de huesos despojados de piel, ni calavera silbando melodías alegres. Porque no debe asustar a nadie, no es su finalidad aterrorizar. Solamente pasear, Solo vagabundear entre tiempos estacionados.
Hace mucho. La ciudad no recuerda. Fue un sueño soltado a la libertad. Emergió de una mente, posiblemente la misma o muy similar a la que hoy la esparce por el colectivo. Un sueño disfrazado de oasis, adornado por vegetales que bañan sus pies en el agua celeste de tanto reflejo del cielo. Con nombre propio desconocido. Fresco de verde, húmedo de nubes. Banderines coloridos flameando en contra del viento, música de alegría descolgada de palmeras gigantes. Bebidas abundantes que recorrían gargantas ardientes. Excluidos indeseables, dejados afuera dolores.
Y pasos. Repetitivos con un ritmo monocorde que giran una y otra vez repitiendo huellas. Hay risas contenidas que se desbarrancan sin fuerza. Y es el ideal compartido, ese que dio origen a todos los paraísos plantados en el cerebro de cada uno y todas las mentes que rondan por el mundo. Ese modelo de historia fundacional de civilizaciones extraviadas, otras olvidadas y otras vigentes. Y cada uno se siente desierto, y cada uno se identifica con el oasis. Y es ese rostro con una sonrisa apacible, o ese otro con los ojos entrecerrados. Cualquiera de ellos puede ser el dueño del sueño escapado.