29/07/2013 Lunes Apático
Cada día tiene su mañana, su preamanecer. Ese conglomerado de instantes seriales que se identifican en forma ambigua con la oscuridad que se fuga sin remedio o con la claridad que avanza sin miramientos. En el interior de los edificios es más simple: la noche ofrece resistencia. Pero al traspasar el umbral de mi hogar el universo muta y la batalla se resuelve entre sombras escasamente definidas. Superada la frontera representada por la puerta de calle busco el sonido del movimiento exterior, trato de identificar un ancla para navegar sin incertidumbre. Me concentro en el pasar aleatorio de los autos y parto hacía mi destino cotidiano.
Busco mi lugar contingente en ese tránsito distraído, desprevenido; de un tránsito casi abstraído en sus cavilaciones, encerrado entre pensamientos que divagan entre recuerdos y sueños ansiosos de convertirse en realidad en un futuro a construir. Un desplazamiento en el espacio encapsulado, ignorando a su entorno, concentrado sólo en su intensidad, haciéndolos previsibles para evitar situaciones problemáticas. Un tránsito de sonidos apagados, sin estridencias, que recorre calles apagadas, saturadas de oscuridad y regadas por un tímido alumbrado que no se atreve a parpadear; las veredas lo acompañan haciendo sordinas con sus baldosas, oscureciendo los pasos que recorren los senderos todavía nocturnos en busca de utopías esquivas.
Luces que se desbarrancan ordenadamente, equidistantes de cordones cercanos que se agotan en esquinas de ángulos rectos. Luciérnagas de chapas coloridas que reflejan sombras ansiosas de libertad y gesticulan gritos acallados reclamando movilidad atentas a su mundo interior; las luces escuchan solo los sonidos de los motores que ronronean mientras pacen en praderas de asfalto.
En tanto las nubes que se ahogan de rosa fuerte, orillando el naranja, con manchas grisáceas enturbiando el horizonte, con salpicaduras negruzcas ensuciando el centro, tibieza en toda su extensión. Son nubes empujadas por brisas que erizan sus bordes sin moverlas. Y las nubes se entretienen haciendo nada. Concentradas en el movimiento de la superficie, atentas a los recorridos señalados por corrientes de luz que agrietan las tinieblas ciudadanas. Son nubes pasatistas que ensimismadas en los vientos ausentes encadenados en sus encierros al sur, semejan rebaños inconmensurables que esperan órdenes para huir de sus corrales y precipitarse en estampidas temerosas.
Hoy son todos cómplices, todos los que se amalgaman en el tránsito tratando de pasar desapercibidos, todos los que se refugian en la manada, en el anonimato. Sin excepción buscan pasivamente el discurrir de minutos amigables, intentan encontrar el punto esquivo que se centra en el yo y consigue que el universo dependa de cada individuo, de cada ente. Sordos y ciegos. Comparten secretos nunca divulgados, pocas veces exteriorizados. Murmullan, cuchichean, se sienten complotando, se saben misteriosos. Emergen especulaciones metafísicas sin origen determinado, sin causas que le otorguen legitimidad, sin motivos para desandar ignorancias supinas, encapsuladas en su enunciación sin importar su trascendencia.
Hoy todo es ensimismamiento. La comunicación se minimiza, las charlas se reducen a saludos y frases de cortesía. En esta mañana las anécdotas se diluyen en las aguas mansas de los ríos ciudadanos. Las hazañas de fin de semana se esfuman en los tortuosos recovecos de plazas sin iluminar, los papelones se escabullen entre paredes de grises elevados desde descansos dominicales. Es lunes pero nadie parece enterarse, y si alguno se da cuenta se calla en un pacto de silencio consigo mismo. Comienzo de semana en el que reina la apatía.