18/04/2013 Amanecer veraniego

Dos ráfagas de nubes cruzan el cielo coronando el horizonte. Adornan de naranja un aclarar somnoliento, Se trata de un telón rasgado por los bruscos tirones de manos inexpertas y presurosas que tratan de levantarlo. Han partido en dos el celeste que prevalecía sin fisuras. Desde esos dos bastidores celestes baja un velo casi rosado que se desgrana por el horizonte. Es una lluvia gaseosa que se desliza humedeciendo paredes sin construir.
Y la extraña alborada se contagia, como siempre, hacia la superficie. Porque esta transición cotidiana que culmina en mañanas, es una sola. Une cielo y tierra. Engloba personas, ciudad, sol, atmósfera. Tiene un solo director que imparte instrucciones. Una sola línea argumental. Una sola visión.
Y los vehículos se desplazan por calles apenas iluminadas, rápidos pero en silencio. Ensimismados en sus recorridos. Y los transeúntes demoran su andar, conversan en voz baja con ellos mismos. Se cuentan sus sueños, relatan sus emociones. Y se escuchan con atención. Concentrados en sus senderos, buscan evidencias de los cambios, de novedades, de signos que deben interpretar, Se cruzan sin molestarse. Pasean en circuitos urbanos, Disfrutan de la soledad. Nadan en corrientes calmas y frescas dentro de mares tórridos. Se columpian de árbol en árbol disfrutando del vértigo. Se abandonan a las fuerzas de la ciudad.
Y una mancha naranja convierte a las nubes de ojos orientales en crema batida que desbordó un plato playo. Es la imagen que encandila a los transeúntes con rayos bifurcados por edificios. Es el reflejo iridiscente contra ventanas disfrazadas de espejos. Son oropeles colgados de balcones de formas grises. Es la intensidad que se va apropiando del amanecer.
Y “La Cañada” es la platea donde se ubican los feligreses del alba. Dejan pasar al tiempo para que se transforme en Tiempo. Que se amalgame con el devenir, que sea arrastrado por la corriente del suceder. Porque el camino está ahí, Esperando pacientemente, sin mostrar sus bordes, marcando direcciones, permitiendo que lo oculten a períodos diferentes. Rectilíneos en partes, sinuosos en otras. Siempre ofreciendo seguridad.
Y el que continúa representando su papel estelar es el sol. Ya no es el reflejo de un fuego intenso: «él es el fuego». Intenta pasar desapercibido, pero es inútil. Disimulado detrás de macizos edificios, agazapado, tenso en el acecho, convierte todas las superficies en sombras nítidas, en sombras pulidas, en sombras uniformes. Y salta sin ser acróbata, eludiendo obstáculos, instalándose sin resistencia sobre la ciudad. Los reflejos en el agua finalizan en ventanales abiertos. Un día veraniego está en ciernes,

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