15/05/2013 Recuperando equilibrio

Lluvia, viento, frío. En ese orden o en cualquier otro que arroje la combinación, pero  el resultado es el mismo: inclemencia y encarnizamiento del dios Boreal que hasta ahora se había mantenido relegado y olvidado en sus habitaciones de reposo veraniego. En un trabajo de mucha coordinación le ocultaron las puertas, le disimularon grietas por las que silbaba el viento, le enmascararon ventanas, le sellaron los techos; y en el paroxismo de la treta climática le escamotearon la clepsidra, le descolgaron el almanaque en el cual contabiliza la sucesión de los días. Así lograron que en su ostracismo desconociera con exactitud la fecha ni cuántos días le faltaban para salir de su encierro.

En su tedio escuchaba en la lejanía pìfiar a los caballos, sus resoplidos inquietos eran matizados por golpes cortos de sus cascos sin herrar. El pesebre era una caja de resonancia que le daba magnificencia a los ecos. Y él bufando de rabia que le brotaba desde el pecho, giraba en círculos, en remolinos vertiginosos arañando las paredes. Sus fieles corceles clamaban por él.

Gritó. Exigió que le abrieran la puerta. No suplicó porque su temperamento aprisionaba sus acciones. Solamente quería cumplir las tareas que tenía asignadas desde su origen. Se volvía loco porque la certeza de que había llegado su época anual crecía en su cerebro. Y sus caballos, indómitos, rayando en lo salvaje, pero fieles y cumplidores. lo acompañaban en ese sentimiento de angustia que se incrementaba en forma continua. Y llegó el momento esperado con ansiedad. Las puertas se diluyeron en el aire, sin conocerse al responsable, o al sirviente de la Moira que realizó el trabajo. Comenzó el periodo de retornar al equilibrio, de restaurar el orden natural.

Y rápido, descontando minutos que ya no regresarán, esos días perdidos en hojas de almanaque, se encaramó a su montura favorita, la más briosa, la más resplandeciente. Y liderando la caballada se lanzó a una carrera frenética; espantando nubes atadas a la superficie, arrastrándolas como una torrentada encajonada en delgados desfiladeros. Y se llevó a su paso todo lo que se puso en su camino. Lo primero fue el aire cercano a su refugio. Helado, enfriado durante los meses del estío por bloques de hielo anclados en el polo. Lo pisotearon con sus cascos sin herrar en su recorrido. Estaban  excitados por tantos meses de inmovilidad. Lo transformaron en manto del viento que provocaron. Arrojaron a las profundidades distraídas a los bolsones de aire cálido que resistían ya sin fuerzas. Se desbarrancaron sobre ciudades indefensas, inermes.

Y la urbe se sacudió sorprendida, tardando en reaccionar. Quedó cubierta por nubes bajas, quedó lastimada por pinchazos de ventisca. Mojada por gotas inclementes que se zambullían desde las alturas. Y debió encender alarmas amarillas para prevenir a sus moradores, para evitar accidentes. Lo que era normal en esta época del año, por culpa de las rupturas ocasionales del ciclo climático, se convirtió en anomalía, en singularidad. El consejo de los sabios ya tomó nota y se encuentra citando a congresos y seminarios para estudiarlos y mejorar el conocimiento natural de la atmósfera y sus fenómenos.

Mientras tanto los transeúntes madrugadores, junto con los sonámbulos y los trasnochados se arrojaron a la marea fría que recorría calles y avenidas. Exhumaron abrigos y sombreros que descansaban en lo profundo de roperos dedicados a las ropas en desuso, Buscaron paraguas y se bebieron un té o café o mate bien caliente. Algún goloso se aprovechó de la situación y se preparó un chocolate, pero sin churros pues no estaba avisado. Y los caminos fueron veloces. Igual que los vehículos. Hoy silenciosos, con motos resguardadas en garajes protectores, son los dueños de las vías. Y se deslizan con velocidad apresurada, esquivando lloviznas y gambeteando algunos fragmentos de nubes que vagabundean extraviadas por la superficie.

La sensación general de los caminantes es la que debe haber sentido Jonás castigado en el interior de la ballena: humedad asfixiante, oscuridad más profunda de lo normal, piso resbaladizo. Acompañado de peces de color rojo fosforescente que suben y bajan por paredes abovedadas. Restos de algas blancas colgadas de un techo que no se distingue iluminan tenuemente la caverna del cetáceo ignorante de su misión de verdugo. Y se deberá esperar que el amanecer arribe desde el oriente y difume esa impresión alucinada de encierro,

Pero no es furia la emoción que se abate sobre la superficie. Es solo deshago impetuoso de una injusticia. La Moira se complace. Como antaño restablece los límites decretados. El equilibrio se restablece, El péndulo del mecanismo natural vuelve a funcionar sin desviaciones.  

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