11/04/2013 Noche cerrada.

Oscuridad. Cerrada, casi oprimiendo todo. Rodea mi mangrullo urbano y amenaza con tragarme. Cómo lo ha hecho con la totalidad de la ciudad. Implacable, tenaz. Solo las calles rectas diseminadas en circuitos iluminados se resiste, se oponen, se rebelan. Las acompañan luces minúsculas rojas en azoteas y en alguna ventana desprevenida. Patrullas de reconocimiento recorren asfaltos. Le ponen movimiento a una resistencia esperanzada.
Una bruma tenue se desprende de nubes tiznadas por el amarillo naranjoso del alumbrado público. Flotando entre proyectos de gotas de agua, se desliza en manchas transparentes que ocultan edificios y aminoran el brillo de las luces. Amortigua los sonidos, los desparrama en ecos asordinados, uniformes, imposibles de detectar su origen. No hay pájaros, no se escuchan sus cantos. Sólo oídos entrenados reconocen quejas de espectros y letanías de brujas que olvidaron donde estacionaron sus escobas.
Y quedan estelas fugaces que dejan transeúntes demorados. Porque los que inician sus tareas del alba remolonean todavía en sus camas. El clima no invita a caminar, ni a salir, ni a volver después de una noche insomne. Nuestros amigos trasnochados se recuperan, luego de horas de conversaciones circulares, auto referenciadas, herméticas. Inventaron historias, recrearon anécdotas, construyeron teorías ya perimidas, recuperaron fantasías, se internaron en laberintos de silogismos, apostaron a juegos de adivinanzas, se embriagaron de argumentos irracionales, alteraron leyes de la lógica, se dedicaron a sus universos contingentes.
Porque la noche cerrada, sin luna ni estrellas curiosas, no es para la observación, para la experimentación, para amigarse con la naturaleza. Es para la introspección, la reflexión especulativa, para debates sobre orígenes y motores primordiales, para largas exposiciones filosóficas que nadie recordará. No es para caminar desafiando imprevistos y obstáculos. Es para apoltronarse en sillones respingados y acurrucarse contra respaldos que contienen sueños y quimeras.
En estas oscuridades, las calles se convierten en largos túneles sin peaje, de techo se dibujan las nubes salpicadas por brumas. Las paredes reflejan el amarillo de los focos y pierden su identidad colora; ahora su superficie es ocre. El azul, el rojo, el marrón de ventanas, muros, puertas solo le dan distintos tonos. Y, en la velocidad del desplazamiento, es una ráfaga visual que se expande hacia atrás, se alarga hacia adelante. Se prolonga en los ojos indiferentes de cada pasajero, de cada conductor. Son los semáforos los que devuelven el paisaje urbano.
Y la bruma desaparece. Mezclada con el aire pierde protagonismo. Es solo recuerdo sobre edificios altos. Los sonidos recuperan su intensidad, es la señal que la mañana comienza.

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