Rutina implacable
Era su rutina cotidiana, ese hábito alimentado por la repetición exacta de movimientos y de gestos. Esa sucesión monocorde de momentos meneándose al ritmo de un bolero que se desgranaba en el amanecer de cada despertar. Primero los preparativos para la ceremonia —que ya era parte del ritual pero que él se negaba a incluirlo en el mismo— .
A continuación, el rito habitual que comenzaba oficialmente al ocupar “su” mesa en el bar frente a la plazoleta ubicada en La Cañada y esperar que Rodrigo —el mozo— le sirviera el café con dos medialunas y lo saludara familiarmente. Años desayunando lo mismo. Tantos que ya había perdido la cuenta del comienzo y no recordaba ningún acontecimiento que lo anclara en el almanaque. La misma mesa. La misma silla. El mismo decorado estático indigno de llamarse paisaje. Hasta las tipas alineadas marcialmente semejaban una pintura anacrónica perteneciente a otra época: como él.
La única posibilidad de cambio era el clima. Podía ser ventoso, lluvioso, caluroso, frío. Pero la esencia era la misma: la soledad ciudadana mostrando su rostro eterno.

Sentado solitario, esperando a diario un milagro en los que ya no creía, atisbaba por el ventanal —la vida transcurría a pesar de él—. Era un espía camuflado en las paredes grises sin un solo cuadro. Era un observador indiscreto, curioso, escéptico; y por supuesto, estático. Veía, por la ventana abierta, pasar gente caminando. Gente distraída o hablando sola o corriendo o enamorados tomados de la mano o amigos discutiendo. Su norma era mirar los detalles pero sin involucrarse, sin tomar partido; recibir impresiones sin tamizar, no desperdiciar imágenes. Sin proponérselo mareaba las cucharitas haciendo que giraran siempre como las agujas de un reloj inagotable, aun sin café en la taza, solo haciendo circular el aire como un remolino profundo e insondable.
Y raspando el fondo de la taza lograba despertar a sus amigos compinches sin que se molestaran. Porque eran los habitantes de la noche que hacía poco se habían ido a descansar. Todas las mañanas —al alba— charlaban con él porque era uno de los pocos que escuchaba sus historias delirantes, uno de los pocos que todavía creía en los personajes que acechaban en el follaje de las ramas entrelazadas por tejidos caprichosos y se desplomaban sobre el agua buscando fresco para sus hojas. Uno de los pocos que creía en los personajes que descansaban en pasillos alargados que rascaban el corazón de la manzana siguiendo senderos trazados de piedras mágicas en tiempos sin historia. Uno de los pocos que creía en los personajes que se materializaban de las sombras y se trepaban a balcones buscando flores del Tíbet. Uno de los pocos que creía en los personajes que perseguían autos por las calles y se trepaban a los paragolpes para sentir la brisa los golpeara con cariño. Uno de los pocos que creía en los personajes que todas las noches jugaban al ajedrez con maniquíes prestados de locales sin cuidar y se convertían en guerreros de batallas incruentas. Uno de los pocos que creía en los freakies que deambulaban en soledad tratando de encontrar la oralidad que les permitiera descubrir el amor que ya tenían comprometido. Uno de los pocos que creía en los personajes que pescaban sin anzuelos en las aguas tormentosas de recuerdos ajenos. Era uno de los pocos que creía en los personajes que los demás negaban.
Él escuchaba voces que los demás negaban. Él soñaba con protagonistas de historias circulares que le soplaban sus amigos noctámbulos. Sentado esperaba.

El café le hacía compañía, pero nadie se sentaba con él a compartirlo.