La ciudad resume calor

La ciudad resume calor. Sus calles son calor; cómo los edificios, los monumentos, los caños subterráneos y los recuerdos. Las ideas se calcinan antes de ser pensadas. Los pies se deslizan ávidos de fresco sobre torrentes de baldosas que los achicharran. El aire es una suave bofetada que se desliza desde la frente a la mejilla abandonando en la piel gotas exhaustas, solitarias.
La noche se rindió —sofocada, asfixiada— y decidió tomarse el día libre. Necesitaba urgente un descanso reparador. Huyó dejando el campo de batalla abandonado, sembrado de espinas ocultas, escondiendo la oscuridad en profundas cavernas húmedas. El amanecer sorprendido explotó de luz
.

Fue una jornada nocturna inquieta, molesta, inusual. Porque en esta época del año —de penumbra protectora y de brisas suavizadas por edificios— los noctámbulos sacan a pasear sus quimeras, sus fantasías, sus historias escondidas y secretas. Para demostrar su inocencia a los controladores exhiben su collar e identificación. Hay pasajeros de universos paralelos que comparten zigzagueantes charlas con espectros, duendes y fantasmas locales. Ellos conocen las palabras mágicas milenarias para vencer la resistencia de portones secretos y misteriosos construidos por ocultistas en tiempos antiguos. Caminando o sentados en las veredas beben el agua derretida de hielos extraídos de casquetes polares o limonada obtenida con el zumo de frutos ácidos almacenados junto con la miel para su mezcla en oscuras cavernas o vinos de uvas cultivadas en desiertos de mesetas inclinadas y regadas con llanto de glaciares. Estos turistas que recorren la ciudad cansando zapatos en busca de leyendas perdidas llevan en las manos, preparados con anterioridad, infusiones coloridas, humeantes, frescas; de sabores ásperos y ariscos, de esos que raspan la garganta. Mientras disfrutan su líquido preferido se montan en nubes de discusiones y las guían por desfiladeros de controversias siempre jóvenes, siempre renovadas.
Y los magos, esos sabios sin cadenas que los condicionen, que los aten a las rocas inmóviles o a mástiles presos en barcos encallados, sin navíos de cascos planos ni velas arrogantes para aventurarse en mares agrestes, escuchan y aprenden —o desaprenden— pero pocas veces intervienen.
Y esa noche todo fue distinto. El calor trabó varios portones y sus goznes chillaron tratando de girar en vano, los pasillos dejaron caer sobre los caminantes desde los techos coronados por nubes agitadas gotas calientes de transpiración; las bebidas se convirtieron en tés calentados al simple contacto con el aire; los hielos eran manchas acuosas en vasijas de barro deshidratado.
Y sucedió la catástrofe impensada, indeseada, para la que no estaban preparados, para la que estaban indefensos: esa noche —sin ningún aviso previo, totalmente impredecible— los sueños empujados por el calor mutaron en pesadillas, fueron provocaciones seriales; las utopías se convirtieron en argumentos pendencieros, las ideas a exponer fueron fundamentalismos sin diálogo.
Ante el estupor de los presentes, en medio del bullicio y el estruendo desencadenados por la incomprensión y la furia incomprensible, las reyertas danzaron de alegría seguidos de una corte eufórica y descontrolada. Estaban acompañados por el polvo revoloteando en el aire, por peleas callejeras, por insultos que se agotaban en el eco. Había palabras que horrorizadas se negaban a ser pronunciadas. Ninfas y faunos se escondieron en balcones de madreselvas; unicornios desbocados recorrieron avenidas de luces menguantes; la luna aceleró su paso y se refugió en la profundidad del océano.

Los magos espantados e incrédulos, invocaron escépticos a brisas y lloviznas. Todo fue inútil. Uno de ellos —con la cara sostenida por sus manos temblorosas— recordó la fórmula de un brebaje antiguo y la propuso cómo solución. Se le atribuye la receta a Odín que la utilizó para pacificar aquelarres después de las cruentas batallas nórdicas. Todavía con dudas buscaron los ingredientes en nichos, nidos, grietas. Identificados por túnicas azules y sombreros cónicos adornados con estrellas y cometas trabajaron a destajo. Terminada la preparación alquímica la colocaron en vasijas de barro del Eufrates y las ataron sobre el lomo de las lechuzas ofrecidas como voluntarias. Las instruyeron con prisa: debían diseminar el líquido mágico por las calles convertidas en trampas de calor. En vuelos casi a ras del suelo regaron cuidadosamente caminos, sótanos y patios. La calma se fue extendiendo como una marea incontenible.
El sol —ignorando los sucesos nocturnos— al saltar sobre el horizonte encontró rastros que evidenciaban el desorden, pero no pudo descifrar los hechos. Parecía asomarse a la rutina de una mañana casi normal, pero el clima sigue en acecho.
