Antonio Di Benedetto – Zama

Antonio Di Benedetto 

Zama 

AÑO 1790 

1 

Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría. Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron dónde están, un cuarto de legua arriba. Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae. Con su pequeña ola y sus remolinos, sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que el no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no. Con ser tan mansa, cuidábame de la naturaleza de esta tierra, porque es infantil y capaz de arrobarme y en la lasitud semidespierta me ponía repentinos pensamientos traicioneros, de esos que no dan conformidad ni, por tiempos, sosiego. Hacía que me diese conmigo en cosas exteriores, en las que, si a ello me resignaba, podía reconocerme. Esos temas quedaban sólo para mí, excluidos de la conversación con el gobernador y con todos, por mi escasa o nula facilidad para hacer amigos íntimos con quienes explayarme. Debía llevar la espera —y el desabrimiento— en soliloquio, sin comunicarlo. Como me lo decía ese a veces insolente Ventura Prieto, que se me arrimó aquella tarde, por cierto que no buscándome, sino yendo al azar. Consideraba que en esta tierra llana, yo parecía estar en un pozo. Me lo dijo una vez y más de una, lo dijo a otros, descuidándose de lo que todos sabían: que fui gallo de riña o al menos dueño de reñidero. Apareció precisamente cuando me entretenía el mono y se lo enseñe, para distraerlo y atajar que me preguntara qué esperaba ahí. Y él, Ventura Prieto, que era inferior a mí, caviló un momento, como sí buscara el medio de apabullarme en materia de curiosidades y descubrimientos. Luego me refirió una de esas que él llamaba investigaciones y yo ignoro si lo eran pero que, por sospechosas de insinuar comparación, me desconcertaban, dejándome repercusiones que podían superar lo sufrible. Dijo que hay un pez en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe www.lectulandia.com – Página 11 pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas; pero de un modo más penoso, porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia y aunque siempre están en peligro de ser arrojados del seno del río, tanto que nunca se les encuentra en la parte central del cauce, sino en los bordes, alcanzan larga vida, mayor que la normal entre los otros peces. Sólo sucumben, dijo también, cuando su empeño les exige demasiado y no pueden procurarse alimento. Yo había seguido con viciada curiosidad esta historia que no creí. Al considerarla, recelaba de pensar en el pez y en mí a un mismo tiempo. Por eso invité a Ventura Prieto a que regresáramos y retuve mis opiniones. Procuré ocupar la cabeza en el motivo de mi caminata, en el hecho de que yo esperaba un barco, y si un barco entraba, en él podría llegar algún mensaje de Marta y de los niños, aunque ella y ellos no vinieran, ni nunca hubiesen de venir.

2 

Puedo apiadarme de mí, sin la vanidad de la maceración, si el temor no es ya de avergonzarme ante los demás, sino de exceder la medida que sin avaricia me concedo. Si admito mi disposición pasional, en nada debo permitirme estímulos ideados o buscados. Ninguna disculpa cabe frente al instinto que nos previene y no respetamos. Me empujó el sol que, desembarazado ya de las nubes de tantos días sin tormenta, se había encendido hasta el blanco y allí conjugaba su sin color y su tersura fija y ardiente con la arena limpia que da visiones. Pude ver un puma y creerlo estático e inofensivo como una decoración, muy liso, sin detalles, como si no tuviera garras ni dientes, como si las curvas de su cuerpo no denunciaran elasticidad para el salto, sino docilidad y blanda disposición para alguna mano cariñosa. Por este puma no visto pude pensar en los juegos que fueron o pueden ser terribles, no en el momento que se juegan, sino antes o después. Busqué el reparo frondoso del arroyo y entre los primeros árboles debí quedarme, porque venían libres y confiadas, voces de mujeres excitadas por el goce del agua. No obstante me adentré y, embozado por la vegetación, vi un instante de frente, desnudos cuerpos, morenos y dorado-oscuros, y de costado, ocultas las facciones, pues sólo distinguía una nuca y pelo recogido arriba, otro que no supe si era blanco o mulato. No quise seguir mirando, porque me arrebataba y podía ser mulata y yo ni www.lectulandia.com – Página 12 verlas debía, para no soñar con ellas, y predisponerme y venir en derrota. Huí. Pero era evidente que me habían notado y al percibirlo no precisé si entre el alboroto que escuchaba a mi espalda escuchaba alborozo. Mis piernas se volvieron firmes en la zancada porque algo me advertía que era perseguido. Hombre no podía ser, porque los hombres no cuidan el baño de las mujeres; india sí o mulata, por la rapidez con que andaba fuera del sendero, donde hay maleza y los troncos se ponen delante. Ella casi me daba alcance y este afán me advirtió que buscaba ver mi rostro, conocerme, que tal debía ser el mandato de su ama y, entonces, resultaba que ella era blanca. Renegué de mi retirada, de haberla previsto apenas privándome de saber quién era. Tenía que volver y enfrentar lo que fuese: descubrirla y descubrirme. No era posible. Únicamente podía descargar en la espía el ímpetu que alimentaba mi ánimo defraudado. Con un súbito giro a izquierda penetré entre los árboles y ella, alelada de sorpresa, no atinó a fugarse. Así como estaba en cueros, la tomé del cuello ahogándole el grito y la abofeteé hasta secar el sudor de mis manos. De un empujón di con su cuerpo en el suelo. Se acurrucó volviéndome la espalda. Le apliqué un puntapié en la nalga y partí. Conmigo iba la furia atenuada, dando paso a un pensamiento severo contra mí mismo: ¡Carácter! ¡Mi carácter!…¡Ja! Mi mano puede dar en la mejilla de una mujer, pero el abofeteado seré yo, porque habré violentado mi dignidad. Aunque esto no fuera, aunque sólo fuese en el empaque el desorden, me sabía sin justificación por entregarme a la ira y a la represión en el prójimo de lo que yo mismo había engendrado en él. 

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