30/10/2013 Sikus en sueños
Ciudad ya acostumbrada a un clima que oscila entre el tropical de verde exuberante, pleno de colores vivos y movimientos ocultos por el follaje, de ruidos sospechosos que se esconden traviesamente entre odas vivaces entonadas por pájaros tempraneros, y el del desierto de ocre monótono, rico en silencios que se acallan en espacios sin límites, inundados de quietud que se propagan como un telón horizontal descubriendo la pintura perfecta. De abundante ausencia éste. De sobrada humedad aquél, tienen en común la escasez de movimientos. Un ahorro de energía. Un buscar inagotable de ideas extravagantes que repitan todos los días la misma rutina.
El de hoy es un amanecer de metáfora culinaria. Levantado el sol por el empuje asfixiante del calor, se convierte en un huevo casero puesto a freír. De esos de yema amarillo rabioso, de tonalidades enojadas que desliza furia sobre la tierra. Se sabe redondo, porque sus bordes se desdibujan en luminosidad que trata de disminuir con una bruma dispersa que se escapa del vapor. Huevo de clara blanquecina que prestan unas nubes aburridas, desganadas. El sol resplandece altivo, ocupando el centro de la escena, instalado sobre un plato desnudo de color celeste contaminado por restos de aceite usado.
Su grito es de triunfo. Y las nubes son pequeños espectadores que se van acercando a un mega recital a punto de comenzar. Se estacionan, para participar, en espacios habilitados y en otros restringidos. En grupos pequeños se aíslan gregariamente de otros que no conocen y discriminan por cansancio, por no esforzarse en activas empatías, en eludir presentaciones apresuradas que están a mitad de camino entre lo verdadero y la fábula. Se miran de reojo, para no ser sorprendidos espiando costumbres desconocidas, vestimentas diferentes. Comunidades informales que se forman por asociación de llegada.
Y las pequeñas cuadrillas se mueven en cámara lenta. Mutan sus bordes sin realizar ostentación de colores. Solo los mueve el deseo de encontrar el mejor lugar para disfrutar del disco de oro, que sueñan premiará su dedicación. Pastando bucólicamente se dejan pintarrajear de ocre violento. Se dejan encandilar hasta que sus ojos no aguantan más. Y el espectáculo va cambiando, va lentamente a desaparecer en el infinito. Entonces las nubes se van agrupando porque no encuentran otra actividad. Se atraen como un imán gigantesco que aglomera alfileres dispersos. Una sola nube que en breve rodará sobre rodillos recorriendo cielos puros, alejados de toda contaminación.
Y el colectivo cumple su tarea dedicada mente. Imbuido del ritmo apaciguado de una ciudad que trata de entreabrir los ojos elípticos, producto de un dormir alterado, transita protestando con su motor exhalando ruidos con sabor a aceite mal quemado. Y en su interior los pasajeros descansan. Ojos entornados para prolongar la oscuridad y demorar la somnolencia los minutos que sean precisos. Dejando escapar sueños inconclusos. Dejando pasar el agua bajo el puente.
Y los rostros de los pasajeros que se iluminan al reflejarse en ellos rayos traviesos. Rebotando una y otra vez con ventanillas sucias de polvo tenaz, contra bolsos portadores de muda para cambiarse o de comida elaborada para un mediodía lejano. Contra bolsos de mujeres que lleva oprimidos contra su cuerpo, sobre muslos tiesos atentos a saltar intempestivamente cuando el pasajero note con alarma que se pasa de su destino.
Y los sueños se evaden de sus encierros y flotan sin preocupaciones. No hay trampas para ellos que les levanten prisiones alrededor. Saben que su inmunidad etérea los protege. Y están ahí. Dispuestos a contar historias normales pero fundacionales a quien les tocó ser protagonista.
Y hay un sueño girando en el silencio. Desgajado de recuerdos de mesetas desiertas, de aire que sofoca, de soles indiferentes, de lunas errantes. De un niño que cuenta los pasos sin saber contar. Que asocia cada uno que da con un cabrito que compone la manada. Orientando su rumbo hacia pastizales ralos, arbustos semejantes a esqueletos de formas irreconocibles. Lo acompañan los perros habituales, pero no su hermano mayor a quien imita. Reproduce senderos, gritos que indican al guía y confirman liderazgos temerosos. Una aventura inédita, abandonar el puesto subalterno para ser líder iniciándose en un nivel superior, poniendo en práctica lecciones aprendidas a fuerza de repetir conductas, de observaciones atentas, de ideas propias surgiendo de su creatividad.
No se animó a tomar el siku de su hermano mayor. Ese construido con devoción durante meses para los carnavales de varios meses atrás. Siguiendo instrucciones de su abuelo materno que ofició de mentor. Meses de dedicación, meses de ajustes apropiados. Bajaron —siguiendo el ritual— caminando hacia la fiesta esperada. Después de incontables prácticas con sus primos, de mezclar sonidos escuchados en soledades individuales, de melodías simples replicando el viento jugueteando entre grietas de rocas erosionadas, de ritmos que suben y bajan siguiendo cuestas y desfiladeros que devuelven en eco reverberante, de armonías elaboradas, que se expresan sin estridencias ni desacoples.
Solo el soplar sin descanso deja que el desierto interior se junte con el desierto exterior. Que las emociones recibidas en un amanecer singular inolvidable, en un desencuentro angustiante con el relevo nocturno, en toparse sorpresivamente con un cotejo de almas sollozantes que zigzaguean por senderos inexistentes en noches cerradas, en el asombro maravilloso que produce una flor de cactus danzando efímeramente con colores irrepetibles en los brazos alzados de plantas desorganizadas en tropas bizarras.
Cada una y todas de esas vivencias recorrieron tripas y se asentaron en la memoria. Y sentado en la calle, reflejando su sombra contra las paredes cortas de casas agazapadas tras veredas irreales, dejan que su interior vuele atado con soguitas de recuerdos. Música aprendida en reuniones alargadas y copiadas en jornadas cálidas cuidando manadas. Reproducidas de memoria caminando por senderos serpenteantes de rocas conocidas que se transforman en mojones.
Y al lanzarlas, sacadas del olvido individual. Tienen la firma de la experiencia de vida. A la imitación burda la acompañan giros imprevistos. Notas incorporadas, cambiadas que gritan desde el alma, que se prolongan en recuerdos y que nunca más serán reproducidos. Y un espectador singular. Sentado al costado, sin respirar, sin moverse. Buda del altiplano sin saber de reencarnaciones ni karma. Los temas se sucedieron. Participaban dos de sus primos y un tío demasiado joven para ser tío. Charango desafinado y caja retumbante. Y él era sin saberlo el talonero del grupo informal que debía exteriorizar el desierto interior de cada uno y el colectivo asentado en sedimentos recuperables.
Y en el sueño que circulaba por el colectivo sin caminos trazado, era él el que tocaba el sikus en una tarde desolada en pastizales raídos. Su mente interpretaba melodías que nunca se animó a reproducir, sonidos que quedaron almacenados en su alma. Esa que solo conoce el dueño, esa compañera de charlas interminables contra segundos olvidados, esa marcada a fuego por emociones reprimidas y sentimientos relegados. Ese ser contingencia e infinito. Ese salto hacia el abismo para poder elevarse volando hacia la eternidad. Flotando en melodías que nunca se emitieron y que nunca se esparcirán por el aire.
Ese sueño es el de la liberación demorada. De la esperanza que nunca se concreta. Pero en este vehículo que trajina llevándolo al trabajo, su sueño es realidad, es su realidad. Y todos disfrutamos sin saberlo de la comunión colectiva bañados por una sinfonía ágrafa que nos sumerge en nuestras penas y nos arroja tablas de salvación fabuladas con esperanzas.