Un día otoñal que no parece un día otoñal. Continúa el otoño transgrediendo a las normas establecidas millones de años anteriores y haciendo una obscena ostentación de su rebeldía inútil. Trepado desafiante a un almanaque desvencijado —colgado de la pared cabeza abajo— mostrando días que parecen no transcurrir; hay leyendas hindúes, o mesopotámicas, o mayas (tan de moda hasta hace poco), que le asignan la responsabilidad del cíclico rotar de las estaciones a dioses menores. Burócratas por costumbre, hicieron de su rito reiterativo un culto a su tarea; como los funcionarios chinos de las primeras dinastías, todos confucionistas, que hicieron que el protocolo fuera más importante que las personas, que se impusieran a los intereses individuales, que ignoraran deseos, emociones. Todo quedaba tapado por formas establecidas en rígidos códigos de ideogramas que regían conductas. Penalizaban o premiaban asépticamente.
Y estos dioses menores se enamoraron de sus acciones. En especial de esa de arrancar hojas de calendarios, y arrojarlos al torrente del tiempo, para lograr que los ciclos comiencen, finalicen y den origen al que le sigue. Sin alterar el orden, —a nadie en su sano juicio se le ocurriría hacerlo—, sin buscar cambios. Hasta ahora. Porque el rumor que ronda y se instala en cada reunión, en charlas informales, en conversaciones alrededor de brebajes espirituosos, es que los responsables se dejaron estar. Demoraron hasta casi frenar el funcionamiento de los engranajes. Esas ruedas circulares dentadas, de rayos simétricos axiales, de material cósmico. Construido de acuerdo a planos nunca dados a conocer, siguiendo instrucciones de la Moira o susurrados por las brisas que interpretan el camino taoísta.
Y el otoño tiene la puerta de su morada trabada. Apenas hay un intersticio que con vergüenza ajena deja que se asome a su ruta. A ésa que le permita desparramar vientos que hagan de transporte a hojas esperanzadas en volar; a paletas de colores iluminados para que los artistas de la reina naturaleza, pinten y armen decorados sublimes acompañando crepúsculos; a golpeteos de aire frío que hagan revivir a roperos con ropa de abrigo. Y desde su cautiverio endeble, lanza imprecaciones que traducen su impaciencia. Pequeñas bocanadas de hálito polar, chorros de pintura sin mezclar adecuadamente, vibraciones espasmódicas que se convierten en canciones lastimeras, cantando tristes odas de incumplimiento ritual.
Y los sabios —a instancias de hechiceros y brujas— que han visto cómo sus pronósticos y predicciones realizados en los últimos meses se desmoronan haciendo añicos su credibilidad y afectando su imagen de adivinos y augures, elevaron notas de protesta. Como corresponde escritos en antiguas lenguas dedicadas a los rituales, en papiros de piel de cordero (debidamente ofrendado) en signos crípticos dibujados con plumas de grifos rebeldes. De escritura austera y respetuosa, solo describen la situación, no emiten juicio, no solicitan acciones correctivas. Solo advierten el desconcierto generalizado, la confusión reinante, que provoca situaciones anómalas. La falta de humedad y el calor implacable provoca que las crías de peces que se adelantan y nacen en torrentes nerviosos en vez de remansos calmos; flores que se deshacen en el aire por ausencia de nutrientes apropiados; osos que deambulan somnolientos por témpanos a la deriva sin decidirse a invernar, a buscar el sueño reparador; abejas que continúan sus vuelos rebosantes de energía y precisan descansar después de múltiples jornadas agotadoras.
Es una minuciosa enumeración de hechos sin precedentes. Estos días de otoño escapados de las normas, indiferentes a las emociones, carentes de calor, ausentes de sensaciones. No piden nada, no les corresponde. Son sólo paredes que sirven de rebote acústico de desconciertos, de incertidumbre. Se han trastocado las señales en el largo camino cíclico y perdido en rumbo. Se sienten abandonados y desprotegidos en sinuosos laberintos. Necesitan ver el sol recorriendo su camino previsto. Absortos quieren recuperar su rutina,