Amanecer. Otro amanecer igual a sí mismo. Y también igual al anterior. Y en una cadena sin interrupción y sin final, igual al anterior. Un amanecer pintado de sequía y sediento de lluvia. Un amanecer con nubes bajas arañadas por pastizales crecidos en las sierras. Con gotas de llovizna flotando entre árboles nativos y animales sorprendidos. Aromas de tierra mojada impensables hasta ese instante que fueron arrasados para mojarse. El agua ya se había descargado — egoísta cómo era costumbre en esos días de calendario sin festejo— durante una noche esquiva de estrellas y lunas cómplices. La comarca tan familiar y tan distinta poblada de aves nocturnas buscando alimentos ocultos en la oscuridad, de reptiles disfrutando el suave contacto con las colinas, de olores ensalzados por la humedad vigente.
La ausencia de colores resaltó la riqueza de tonos renegridos, desde grises opacos a profundidades de minas donde no llega la luz, ni se la conoce, ni hay palabras para nombrarlas.
Pero hoy es lunes, el recreo se esfumó en el tiempo. No hay manera de diferenciar el viernes del jueves o del miércoles. No se está seguro si cambió la semana, si sábado y domingo se intercalaron o faltaron sin aviso. Es un despertar de interrogantes. Preguntando por el día, el mes, la estación. Porque las jornadas reiterativas llevan a perder noción del paso del tiempo. A sucumbir a la tentación que el minuto es eterno, que la flecha occidental y cristiana que rasga el velo del tiempo es ilusoria, que en la repetición circular nadie envejece, que una y otra vez todos son jóvenes de vuelta, que se reiteran los fracasos y se repiten los éxitos. Que todos los humanos lo único que hacemos es repetir conductas de seres míticos, algunos innombrables.
No importa el color anunciando la salida del sol, no interesa si hay fanfarrias o si los pájaros saludan felices y se bañan con los primeros rayos del alba. Son ignoradas las palabras reincidentes que se esfuerzan todos los amaneceres en describirlos. Son los habitantes urbanos los protagonistas, los autores de su presente, los creadores de su contingencia. Son ellos los que agobiados por vivir calcadas emociones al despuntar el día, buscan diferenciarse en su cotidianeidad. Son Adán Buenos Aires, rebuscando en su singularidad.
La diferencia es la capacidad de abstracción, de creatividad o simplemente del peso de la rutina sobre sus hombros. Sísifo, Prometeo, Eco y todos los seres obligados a repeticiones eternas. O a renacimiento como el ave Fénix o Abraxas. Entonces el jugador nocturno de ajedrez desafía a otro parroquiano a una partida de damas, o de bridge. Salta de un mundo de reglas propias a otro; especula con el azar relegando al raciocinio y la especulación. Otro, abandona el sendero conocido que bordea La Cañada y se interna por delgados desfiladeros de paredes sombrías, escasas de luz. Aquél que transita silbando melodías ancestrales, se dedica a imitar a cantores de serenatas buscando amores imposibles. Amigos de charlas interminables y profundidades insoslayables, se dejan caer en los brazos, tratando de encontrar la pasión que le prometieron a otros.
Juegos infantiles, inocentes inundan calles sedientas de novedades. Juegos de guerra, maliciosos, tramposos acechan en cada ochava. En instantes todo es multiverso, todo es posible. Una punta del caos asoma sobre las veredas y se cuela en agujeros que los comunican. Sólo basta atravesar una puerta entornada para descubrir nuevas leyes físicas. Nuevas realidades, nuevas fantasías. En la monotonía la razón se destila, se agota en sus posibilidades, se acerca al máximo valor de la entropía.
En la quietud de los cementerios los miedos y la imaginación para escaparse reinan sin desafíos.