La luna decidió rebelarse momentáneamente. Traviesa tomó a todos por sorpresa y se vistió de levantisca. Abrumada por la repetición de pasos, de trayectorias reiteradas hasta el hartazgo, un cosquilleo que anunciaba intranquilidad le recorrió los cráteres desnudos de vida, abundantes de sombras. Tembló imperceptiblemente, polvo descuidado se deslizó por paredes rocosas y resbaladizas. Hasta los volcanes apagados recordaron antiguos tiempos de actividad y se esperanzaron soñando con rugir y lanzar humo blanquecino que opacara la ferocidad solar por un minúsculo espacio de tiempo.
Entonces —sin aviso previo— en un estallido sorpresivo se cubrió totalmente desde los bordes al centro con un manto refulgente tejido con minuciosidad en cuadrículas imperceptibles por toda la energía acumulada en su interior. Sorprendida recurrió a su biblioteca casi abandonada. Nerviosa buscó en sus manuales de supervivencia, rescató sonatas que vertían palabras con aroma a liberación, a destinos impuestos y tragedias en el sentido griego. Recordó sermones de augures y visionarios nunca tomados en serio. Se abalanzó con avidez sobre fórmulas mágicas y herméticas que desafiaban las leyes naturales. —aunque solo en apariencia, ya que se sometían a otras leyes ocultas que provocaban sucesos inexplicables.

Gritó que estaba harta de ser el espejo flotando en el espacio para solo amenguar la oscuridad de la tierra. Para eso encendió millares de millones de partículas de polvo con su energía acumulada de reserva. Sorpresivamente su luz desalojó sin contemplaciones al denso negro que cubría la superficie terrestre. Se generaron extrañas sombras sobre espacios irregulares. Sombras pálidas de bordes afilados se adueñaron del paisaje. Era un día de bruma a la luz de las velas. Y fue diamante en su esfera, y evangelizador naturista vociferando sermones de insurrección.
Pegó saltitos pícaros que alteraron el equilibrio planetario. Los asteroides se sobresaltaron recordando violentas explosiones que en épocas lejanas los desparramaron en pequeños pedazos de roca. La tierra irrumpió su letargo y convocó a los sabios al centro de su núcleo. El sol emitió carcajadas divertidas que se transformaron en tormentas solares llegando a los confines de su sistema. El ya conocía la historia de berrinches e histerequismos circulares de su amiga. Y se dispuso a observar, pocas veces tenía momentos de asombro y de escape de rutinas como el que se avecinaba.
Mientras tanto, en la tierra, se desperezaban duendes, faunos, dragones y seres mitológicos sin nombre. Llamados por extraños y olvidados conjuros que hacían mención a deseos frenéticos brotaban fuerzas escondidas que pedían su excarcelación. Eran fantasías negadas y remitidas al fondo de las conciencias durante siglos. Eran cánticos que exaltaban la transformación y la prevalencia de lo extraño sobre lo cotidiano.
Las ciudades se poblaron de leyendas antiguas, de narraciones que brotaban de sus entrañas atravesando pavimentos y vías de ferrocarril. Los bosques fueron sometidos a vientos ignotos que susurraban con fuerza haciendo oscilar hojas y ramas dibujando extrañas danzas, las planicies fueron barridas por inhóspitos alientos de dragones eufóricos.
La luna era la única y gran protagonista del espectáculo. Empalideció a estrellas, las confinó a espacios cada vez más lejanos. Desató mareas que levantaron espumas blanquecinas sobre olas inquietas. Envió fluidos vigorizantes a raíces de plantas en proceso de crecimiento. Bendijo sin que nadie se percatara a embarazos incipientes, regaló sorpresas a incautos y desprevenidos. O sea repartió su generosidad a todos menos a los sabios reunidos en un salón sin iluminar. Ansiosos y concentrados registraban los acontecimientos y hurgaban en libros ancestrales tratando de comprender y prevenir desastres.
Y los lobos se lanzaron a coreografías olvidadas, pero recuperadas desde esbozos escondidos en sus cerebros. Y se trata de aquellos que lo llevan sublimado en su sangre, reprimido en sus facciones. Fueron manadas. Urbanas, pastoriles, desérticas, montañosas. Solo ellos se distinguían en sus aullidos a la luna. Ella ignoraba las voces que provenían de elefantes, cocodrilos, aves de corral, dodos, grifos, lémures o dragones de todo tipo. Bramidos originados en gargantas tan disímiles solo podían lograr un coro polifónico donde los tonos graves agonizaban en los agudos y la intensidad se despegaba del piso.
Los lobos se lanzaron en veloces carreras a través de senderos que no se veían. Senderos que con el tiempo fueron ocultados por ciudades y pastos talados y heridos por zanjones, por sendas trazadas sobre precipicios, por puentes sin soportes uniendo islas castigadas por mares profundos. No controlaban recorridos, no definían ganadores. Solo el vértigo de lanzarse al desafío cósmico. De beber sin respirar el tiempo eterno de la insurrección lunar.
El modelo fáunico se alzaba victorioso. Reemplazó al romántico por un lapso. Se impuso sin rival ante un universo divertido que gozaba de la irrupción de una novedad, de un hecho singular que interrumpiera la noria de movimiento circular. Los enamorados sumidos en sus sueños liberaron fantasías. Los deseos encontraron el portón entreabierto y rompieron sellos de enclaustramiento. Un manto de pasión recubrió las relaciones. Se pronunciaron palabras censuradas por el decoro y las convenciones. Se despejaron camisas de fuerza que atenazaban a locos considerados peligrosos. Se habilitaron espacios sin límites para danzas orgiásticas.
A la luz de la luna todo fue subversivo, todo fue inconformismo desencajado, todo fue indisciplinado, todo fue levantisco. Desde el borde de la civilización, jugando en el límite de la convivencia social, los cantos lobunos, los aullidos estentóreos de la muchedumbre que recuperó por horas su condición oculta de caos, le enviaron a la luna sus cantos de agradecimiento y satisfacción.
Por una noche los dioses relegados cabalgaron sobre rayos lunares de vida propia, imponiendo sus normas despreciadas por la limpieza, el orden y las buenas costumbres. Es tiempo de insurgencia sin buscar la abdicación. Es tiempo de recordar que existen leyes naturales que son relegadas y sacrificadas en aras de la convivencia pero están agazapadas esperando el estímulo apropiado para lanzarse a la vida.