El gris se resiste, aguanta la embestida colorinche refugiado en los pliegues del horizonte. Se retrae, se refugia tras edificios, se esparce horizontalmente tapando la totalidad del suelo. Pero un amarillo-rosado lo va arrinconando. Busca la ayuda en la luna, que recorre el cauce del río buscando objetos extraviados sin encontrarla. En su rodar blanquecino se va extinguiendo. La claridad invasora se transforma en cómplice de noctámbulos y somnolientos. Entonando una melodía de flautas y quenas, recolecta sueños perdidos entre aceras húmedas.
Resaltan las luces que acordonan calles sosegadas. Continúa el derrotero del navío. La ciudad se siente cómoda representando esa realidad. Sintiéndose navegar, soltando amarras y no tener quien le sugiera rumbos ya trazados. Hace demasiado tiempo que tampoco se sentía pájaro. Ese vértigo alucinado de dejarse caer, flotando y sostenido por brisas ascendentes y cálidas. Hoy se siente mimada. Alumbrada por una luna que derrocha palidez, que se extiende más allá de sus bordes, que supera su circunferencia.
La luz acompaña a espectros y fantasmas. Logra que se concentren en su pasar, que se miren, se reconozcan. Les señala senderos sin recorrer con el solo recurso que sus rayos reboten u oculten obstáculos. Haciendo que resalten puertas reales o virtuales. Es la hora de refugiarse en los pensamientos, de bucear en los deseos sin concretar, de reminiscencias de placeres guardados. De sentarse y quedarse. De interrumpir caminatas y transformarse en lirios urbanos. De treparse a globos y flotar descubriendo figuras dibujadas en veredas. De columpiarse de balcón en balcón, recorriendo balaustradas. Anchas, decorativas, con columnas finalizadas en rodetes, de pequeños muros de ladrillos revocados, ordenadas, en falsa escuadra.
Es la hora en que sentados en bares abandonados a la corriente del tráfico madrugador, los parroquianos dejan que sus pensamientos se atasquen en el laberinto del café, que queden prisioneros de una cucharita mareada. Que inventarios de emociones se desarrollen en interminables papiros, enrollados cuidadosamente, desenrollados lentamente, leídos horizontalmente. Que los últimos grifos extraviados en la urbe, prisioneros de sus alas exhaustas, se detengan en terrazas asombradas. De gárgolas enhiestas que coronan construcciones, permaneciendo ocultas para los caminantes sin fantasías. De dragones que sucumbieron a la magia de una luna cómplice.
Es la hora de soñar, nadie se escandaliza, nadie lo cuestiona. Para eso está la mañana que se asoma.
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