25/02/2013 Lunes posible.

Retomar la costumbre perdida. Poder observar y disfrutar el amanecer desde el momento en que irrumpe tenuemente la claridad y desplaza a la oscuridad en forma progresiva e ineludible. Esos breves minutos mágicos de transición donde todo es posible. Donde nada es real. Lentamente, con el ritmo aquietado por canciones de aves que acompañan, con nubes descolgadas absortas en su flotar sin curso, semejantes a dirigibles atados a la tierra por cables de sueños en vigilia. Colores que se reiteran y sin embargo son diferentes día a día. Porque los vemos diferentes, porque nuestro espíritu es diferente. Es el naranja que brota desde la superficie tiñendo con una mancha brillante. Pero nuestro ánimo lo engalana, o lo menosprecia. Le adjudica esplendor o lo opaca. 

Y a medida que los segundos recorren espacios vacíos de sonidos. La mente se prepara, se apresta a ser espectador privilegiada. Las nubes siguen su recorrido y los pensamientos se encuentran dispueston a no perderse detalle. Las nubes van girando sin moverse. Es el reflejo de los rayos solares bañando sus bordes suavizados por brisas contemplativas, que da la sensación de movimiento. Como una acuarela pintada sin pincel, solamente por el derrame acuoso de la paleta olvidada, se extiende un bermellón opacado por grises. Son franjas superpuestas que ascienden mientras el sol prepara su irrupción. Y en la quietud de una ciudad que acompaña se tornan moradas.

Y desde atrás de los edificios, que ahora son sombras de planos de urbanistas soñadores, hay un amarillo que abandona la oscuridad y emerge sin rivales para invadir a un celeste mimado. Y ahora las nubes son blancas desalojando los grises. Y ya encandila el ojo dorado lastimando la vista desafiante. Las luces se van apagando, las nubes se transforman en salpicaduras gaseosas y remolonas escuchan historias de hadas y duendes.

Los vehículos circulan sin prisa, abandonados en calles y avenidas que hoy decidieron no despertarse, que se atrevieron a desafiar y optaron por demorar su dormir apacible. Porque contagiadas de un fin de semana reflexivo, intentan que se prolongue el placer de la quietud.  Expulsaron a motos gritonas. Proscribieron bocinas. Erradicaron frenadas. Acompasaron semáforos con melodías barrocas. Aquietaron aguas del Suquia. Hoy la ciudad es lineal, se simplifica.

Es en estas encrucijadas el momento de optar por uno o varios de los modelos disponibles. De esos universos posibles que bautizará al día. Hay posibles y probables. Por lo general la opción es la más probable. Por ejemplo, día lunes. Paradigma signado por fuerzas restablecidas durante el fin de semana, nervios templados dispuestos a desmadrarse, ansias reprimidas de finalizar rápidamente las tareas que se inicien. Prisas por retomar la rutina escondida durante el ocio de sábado y domingo. La irrupción del bullicio interrumpido, la vigencia del aturdimiento. Todas las herramientas para que el día sea uno más, sin identificarse, sin sobresalir.

Y la elección es por uno posible, pero no probable. Los duendes nocturnos bañaron veredas con pócimas extraídas de ancianos árboles frondosos que destilan sabiduría y conocimientos imposibles de transmitir. Pintaron con dedicación a calles inhóspitas con ungüentos mezclados en noches serenas danzando con faunos traviesos. Un tul invisible se montó sobre edificios indiferentes al humor urbano. Un manto aquietado y expectante se escurrió sobre la ciudad.

Y los transeúntes guiaron sus pasos por senderos reconstruidos. Soledad de caminantes errantes que dudan si van o vienen. Individuales, personajes singulares  de paraguas olvidados para protegerse sin saber de qué cuidarse. Ojos extraviados en recuerdos gratos. Melancolías que adivinan que serán dejadas de lado apenas la luz se adueñe de la ciudad y los tiranice con resplandores hirientes.

Se adivinan historias transformadas en sombras alargadas y se resisten a ser olvidadas. Relatos profundos, enamorados, que no abandonan ni traicionan al arcón en el que fueron depositados. Reclaman su vigencia, aúllan por su supervivencia. Son redes invisibles que se extienden desde los bordes de los cuerpos caminantes y arrastran miríadas de palabras que no son pronunciadas, sólo pensadas, Son las fieles compañeras que se gestaron en momentos de incertidumbre, en puntos de encrucijada. Momentos que merecieron ser rescatados del anonimato. Que fueron bautizados sin tener nombre propios.

Porque en este amanecer, como en cualquier otro, la visión que prevalezca es la que irradiará el prisma sobre el resto del día. Es el famoso levantarse con el pie derecho, o el izquierdo. Es asumir que perder el colectivo es producto de una circunstancia que posibilita nuevas oportunidades de disfrute y  no la confabulación rígida de fuerzas cósmicas indefinidas. Es saber que la mente está dispuesta a aventurarse más allá de lo cotidiano. Es disponerse a abrir cada paquete que se cruce en el camino dispuesto a disfrutarlo y no a ignorarlo. Es adoptar un modelo de interpretación individual como ya lo hizo la ciudad.

Lunes posible, abierto a las opciones. Cada uno será responsable de la elección. Por unos instantes durante el amanecer, el destino depende exclusivamente de la alternativa que cada uno decida.

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