El techo de la ciudad se perfiló gris sobre gris. En realidad es el mismo gris iluminado por una claridad incipiente y se asoma desde las profundidades más allá del horizonte, desde las comarcas desconocidas. Superan barreras protectoras. Y las nubes se deslizan en pendientes suavizadas buscando hondonadas que nunca alcanzarán. Sólo al encontrarse con sitios montañosos se permiten juguetear. Esquivan rocas, reciben mimos de superficies irregulares, adoptan formas guíadas por la orografía en vez de brisas traviesas y malhumoradas. Dibujan dragones chinos —diferentes a los dragones europeos— que reptan en danzas sin coreografías definidas.
Las nubes abrazan montañas, ocultan picos, humedecen las escasas plantas en un juego de carnaval tradicional. Dejan gotas como señales para que otras nubes las sigan. Se amontonan sobre crestas altivas y le trazan mesetas sin color contra fondos difusos. Se lanzan a los valles en carreras descendentes buscando un arroyo para obsequiarle alimentos. Permiten que sus bordes oscilantes sean acariciados por árboles de hojas inquietas.
Se recrean, se divierten, se abandonan.
Pero sobre la ciudad enclavada al borde del río de llanura las nubes cambian. Sólo suaves colinas redondeadas por caricias, recibidas durante eones por vientos a veces cariñosos, a veces irritables, a veces desbocados. Siempre caprichosos, siempre impredecibles. Muy pocas veces las nubes toman contacto con los edificios, solo sus primas lejanas, las brumas, pueden perderse entre los prismas, paralelepípedos y demás cuerpos rectilíneos que se desprenden desde cercas y aceras. Ellas las observan lejanas. Aburridas. Ordenadas recorren caminos sin trazar. Sin obstáculos, sin diferencia. Intercambian sensaciones con la ciudad, interactúan en sus ánimos. Respetan acuerdos tácitos de convivencia o los ignoran asumiendo sin pudor ser herramientas utilizadas por otros dioses. Deslindando responsabilidades.
Se aburren, se hastían, se abandonan.
Pero en ambos casos —en realidad son más ya que incluyen nubes sobre mares, desiertos, mesetas, polos— siempre se encuentran en estado de alerta. Los bordes del cielo ciudadano son ocupados por las nubes más jóvenes, de escaso contenido de gotas de agua, gaseosas, livianas. Alertas en su inexperiencia, ansiosas y curiosas tratan de virar el rumbo para investigar algo novedoso que atisban en la lejanía. Tironean hacia fuera desgajando pedazos perezosos que se resisten. Y desde el centro, las más estables braman por anular las fuerzas centrípetas, para evitar desgarramientos. Altivas en su elevación, buscando ser la cabina del piloto que recibe al timonel, se asumen como pilotos guiando barcos a la deriva. Y en su afán por irse más hacia arriba dejan ventanas irregulares por las cuales se cuelan como polizontes descuidados rayos de luz que finalizan en la tierra.
Nubes errantes, portadoras de alivio o de desastres. Transitan equilibrando el calor de su parte superior con la inferior. Danzas cosacas de mil giros —rotan como un conejo asándose a fuego lento—. Iluminadas por el sol, oscurecidas por las sombras se disipan y se vuelven colores. Son cómplices de poetas y enamorados. Sin embargo son hostiles al descargar el agua acumulada. Quedan a merced de la ira de los vientos. Son juguetes en manos de dioses antojadizos, arbitrarios. Pero siempre son las encargadas de restablecer el equilibrio, de ser los augures que adelanten las novedades. Son partícipes de un mecanismo perfectamente estudiado y diseñado. Perfeccionado por la evolución, analizado una y mil veces sin descubrir sus secretos. Pero sabios peregrinos que habitan en cavernas secretas son portadores de signos herméticos. Que utilizados convenientemente permiten comunicarse y lograr alteraciones en el comportamiento de las nubes.
Esas son las que hoy recubren una ciudad calma, apaciguada. Con cantos de aves reverberando entre senderos de cemento. Con aguas escurriéndose por cauces inertes. Con luces que se apagan agotadas en su claridad. Con música de instrumentos armónicos y apagados, sin estridencias. Hoy los residentes de la ciudad son mimados en el amanecer,