Un enorme espacio sin límite relleno de negro que deambula por senderos invisibles. Es el saco sin fondo donde se ocultan los objetos perdidos antes de enviarlos al depósito definitivo y se encuentra ubicado en el lado oscuro de la luna. En la bolsa alargada en su extremo se amontonan sueños sin concretar, sueños fallidos, sueños olvidados. Es posible recuperarlos o adoptar a otros que arribaron primero y permanecen huérfanos.
Solo basta con trajearse de melancolía. Esa sensación que nos aprisiona y se resiste a liberarnos. Son días apagados, días suspendidos de hojas de almanaque que se resisten a ser deshojados, de días que arrancan recordando otros días anteriores, de días de estar, no de hacer. De contar minuto a minuto sabiendo que es inútil, que no se logrará nada. Y ese es el placer. Es el remanso oculto bajo la correntada. Encontrar la rama de un árbol con forma de trono, oculta entre el follaje, traviesa flotando entre hojas nervadas imposible de distinguirla.
Melancolía, que casi se mimetiza de tristeza. Que se entromete sin dejar resquicios, tiñendo de colores opacos y dejando apenas aire limpio para respirar. Trazando recorridos formados por senderos tortuosos en el interior, simples en el exterior. Con altas paredes imaginadas en sueños transparentes, lentos. Murallas en los costados que no interrumpen la visión, solo la deforman desdibujando sus formas. Y quedarse aprisionado en el laberinto. Dejar que la salida sea solo una intención sutil. Una posibilidad relegada. Porque el placer es sentarse en el suelo y observar los recuerdos amontonarse como en un desfiladero muy angosto.
Las remembranzas caminan con los hombros agazapados. Paso a paso descargan sus historias reflejadas contra pantallas luminosas. Sin título, sin haber sido bautizadas, ni siquiera clasificadas, sólo están. Solo desean ser revividas, despertar una sonrisa, arrancar una lágrima seca. Saben que no reflejan la realidad del momento evocado, que son solo la reinterpretación de hechos relegados. Durarán para siempre. El estado también, esa es la sensación. La convicción de que nunca se saldrá de ese remolino carcelero. Las llaves del calabozo sin paredes todavía no se fabricaron.
Pero simultáneamente hay otra percepción, un presentimiento que no durará eternamente, que el fin se encuentra cerca. Que las paredes del laberinto se desvanecerán con un chasquido de dedos. La oscuridad será reemplazada por claridad sin origen, los caminos no se bifurcarán en encrucijadas elípticas, no habrá sombras agazapadas esperando sorprender.
Mientras tanto, todo es tránsito. Fluir sin origen ni destino, sin principio ni fin. Solo rodar pasivamente en circuitos esmerilados. Flotar sin interrupción.
La ciudad recupera los cafés de búhos, refugio de almas trasnochadas. Compañeros inseparables de fantasmas y espectros recorriendo veredas sin lavar. Deteniéndose en esquinas tratando de insuflarles a las alondras madrugadoras los sueños inacabados durante la noche. Haciendo el relevo de historias truncas, sin finales, de conclusiones sin redondear. Dejando que el tiempo oriente las corrientes de la vida. Vates sin voz se instalan en las esquinas y desgranan narraciones de orígenes inciertos, de rimas destempladas, de llantos sin lagrimeos. Nadie se detiene a escucharlos, pero todos los adivinan. Muchos, los más receptivos, atrapan las letras de sus baladas y las guardan en gavetas de objetos anhelados, a ser recuperados en lo inmediato.