Fresco. Es el término que mejor se adapta a la sensación térmica de hoy. A pesar que se sienta con un poco más de intensidad. La brisa que suaviza, las minúsculas gotas de agua que juguetean en el aire, suspendidas sin aviso, indecisas entre caer y golpearse contra el suelo o deslizarse por toboganes inexistentes de suaves y tortuosas pendientes. Nubes pasajeras, repletas de grises dentro de las cuales se adivinan arroyos inquietos dispuestos a saltar fuera de ellas. Se dirigen al norte en formaciones uniformes, ordenadas. Mantienen velocidad y se cuidan de evitar colisiones que las disgreguen en otras más pequeñas. Gritan su individualidad y se distinguen de las más altas que sirven de telón de fondo. Semejan carros de combates hititas manejados por aurigas fantasmales. De caballos veloces, incansables, guiados por muñecas acostumbradas a través de corredores de aire. Trazan largas pistas de entrenamiento. Extensos caminos sin demarcar que atraviesan las planicies no civilizadas ni reclamadas por dioses díscolos, reservadas al vértigo de carreras sin ganadores ni perdedores, solo por el afán de disfrutar de la velocidad desbarrancada,
Y mientras la cabalgata se desliza hacia los confines, en la superficie la ciudad recomienza su trajinar. Los paseantes cotidianos inventan nuevos escenarios a su trayecto, sumidos en la oscuridad de calles poco iluminadas o al amparo de sombras proyectadas por árboles macizos sobre veredas empapadas por la garúa inofensiva de la noche en retirada. Sus pasos se revisten de silencios respetuosos. Marcan huellas que se borran inmediatamente. Siguen señales invisibles instaladas por arquitectos de laberintos. Pero no van solos. Se debe observar con detalle el contorno de los cuerpos, el aura que emiten, la brújula que como una vincha cuelgan de la frente y que lo disfrazan de cíclopes taciturnos.
Porque esos pasajeros citadinos son solitarios por vocación y dedicación. Porque optan por apropiarse de la ciudad a esta hora de indefiniciones, de permutaciones, de intercambios de conductas. Disfrutan de sus paseos en penumbras alumbradas por farolas de fantasía. Al asomarse a la calle, desde una casa, un bar, un departamento, lo que dejan atrás es la seguridad de la caverna para adentrarse en mares de zozobra desconocida. Conocen la falta de peligro pero gozan de la incertidumbre. Sin vacilar buscan sorpresas que los hagan estremecer. Van liberando recuerdos en cada esquina que abandonan.
Irremediablemente se rodean de dioses propios, generados por su soledad, alimentados por sus ilusiones, sus ensueños, sus alucinaciones. Construyen para distraerse espejismos finamente decorados siguiendo planos que nunca consultaron, pero que siempre mantuvieron en su memoria genética. Sin saberlo replican universos personales, arquetipos marcados a fuego en la mente colectiva. Escamotean detalles, incorporan variaciones. Cada solitario tiene su mundo, Pensando que es único, ignorando que es demasiado semejante al que cimentaron sus compañeros de rutinas mañaneras.
Y en ese joven que no se preocupa en esquivar la llovizna se adivina las pocas horas dedicadas al sueño. Rodeado de letras pixeladas en pantallas uniformes, que giran sobre su cabeza como mariposas ávidas de colores. Su caminar tiene el sonido de violines sensuales que claman por compañías inexistentes. Su cuerpo rígido se bambolea suavemente, sin detenerse a observar detalles, sin distinguir diferencias. Traslada en su cerebro relatos armónicos de paraísos ideados por su imaginación. En sus ojos se refleja la sombra de fantasmas que danzan a su alrededor y lo acompañan desdibujando la soledad. Ahuyentan sus temores ancestrales, lo protegen de espectros amenazantes.
De sus labios parten rimas impensadas. Juegos de palabras que forman extrañas figuras de colores traviesos. Historias repetidas por generaciones, transmitidas sin ser contadas, recreadas y enriquecidas. Trasladadas a distintas regiones. Reviven con nuevas interpretaciones, por unos momentos se creen originales y elevan cantos eufóricos de alegría. Ese solitario que se acerca a la vereda ha sido por un periodo eterno el creador indiscutible de su realidad. Que ha vestido al mundo con sus vocablos, su música, sus colores. En esos momentos la eternidad le pertenece.