Estoy esperando el colectivo que se ha demorado. Todo está oscuro. Todo es silencio. Solo resaltan las luces amarillas y su reflejo fiel sobre la calle mojada. Las hojas de árboles alimentan la superficie dejando resbalar gotas olvidadas y atrapadas en sus nervaduras. Quietud, casi equilibrio. Se asoma un auto distraído que dobla sin preocuparse. Sus luces, por un instante, dinamizan sombras estáticas y aburridas, provocando escenas borrosas. Sorprende. Altera pensamientos y cambia el recorrido de los recuerdos. Interrumpe diálogos interiores e intimistas.
Una sombra recostada contra la corteza de un jacandará, con los pies apoyados en el cordón. Su mirada se cruza con la mía. No alcanzo a distinguir, no llego a identificar de quién se trata. Escucho una voz borrosa de nubes sedientas. Me cuenta, pronuncia su nombre: Tláloc. Mi memoria recorre gavetas cerradas, hurguetea en las más lejanas y olvidadas, pero no encuentra nada. Entonces decido preguntar y aguardar la respuesta.
Me explica que es el espíritu de la lluvia y de la tierra, oriundo de Mesoamérica, fue invitado especialmente para la festividad mediterránea de la lluvia que se hizo sin publicidad en el teatro griego. Solo para invitados, solo para deidades, hechiceros o nigromantes. Sin protocolos especiales, en síntesis una fiesta privada temática sobre precipitaciones. Llegó de su hogar, Tlalocan, ubicado en el extremo oriental de toda tierra conocida, que como es redonda no se alcanza jamás. En su comarca tiene toda el agua de la creación, y alguna más. En la actualidad algunos científicos, modernos profetas iluminadores de misterios, postulan que fue el responsable de identificar y arrastrar meteoritos, rocas que naufragaban en el espacio y que contenían en su interior el líquido vital. Con paciencia fue diseñando cuencas, trazando cauces de ríos y arroyos y llenándolos hasta el tope.
Llegó acompañado con los Tlaloques, como llaman a sus ayudantes. Él mismo se hace pasar por uno de ellos para no ser identificado. Me cuenta que hastiado de los sacrificios humanos que le hacían periódicamente, para pedirle por acciones que igual las iba a cumplir, decidió ignorarlos, dejar de participar en ceremonias sangrientas y escabullirse en el anonimato. Solo ahora se atreve a salir de su morada y recorrer selvas mesoamericanas con su aspecto original.
En su mano tiene el estandarte que lo identifica, blandiéndolo en lo alto, anunciando su llegada y su partida. Con forma de serpiente, representa los rayos y los relámpagos que iluminan y adornan las tormentas y los truenos que braman asustando a los seres desprotegidos, obligándolos a protegerse de las próximas inclemencias. Con su cara pintada de negro o azul imitando cielos borrascosos.
Siempre elige alguno de su séquito privilegiado. Todos, son muchos, llevan un cuenco especial. Son cuatro vasijas y varían de acuerdo al tipo de lluvia que está dispuesto a desparramar sobre la superficie. De acuerdo a su humor opta por una de ellas, Y camina respetuoso del suelo que transita, observando el entorno, deteniéndose en pequeñas señales a veces inescrutables. Y de improviso arroja su estandarte hacia el infinito. Es la señal para que sus ayudantes den vuelta la vasija, la vacíen de contenido por sus orificios. Vendavales por los recipientes más grandes, llovizna por los pequeños. Y la duración es la que marca la caída de su emblema y el cese de la música atronadora y las luces relampagueantes.
Sentado ahora, su voz se diluye. Cansado, reconoce que se encuentra perdido. Nunca aprendió a orientarse en las urbes imaginadas por los humanos copiando sus diseños convertidos en recorridos lineales, previsibles. Él sabe de senderos multidimensionales, repletos de magia. Llenos de misterios. De escondrijos que se dejan descubrir y de follaje que se oculta en brumas serenas, de seres que se deslizan en el aire y juegan a las escondidas entre recuerdos y sueños de fantasía. De interrupciones en el tiempo y saltos entre edades.
Confundido, se distrae hablándome en una letanía llena de colores y música. Melancólico aguarda que lo pasen a buscar, a rescatarlo y devolverlo a su comarca. Mientras tanto me regala una garúa cariñosa y le da sentido a mi soledad.