Mirar despreocupadamente por la ventana apenas se ubica frente a su escritorio es la rutina adquirida en mañanas repetitivas y somnolientas. Se deja atrapar por el paisaje y de esa percepción se alimenta el ánimo que lo acompañara hasta el mediodía.
Hoy los edificios y casas no proyectan sombras, son solamente manchas claras vestidas de blanco en la oscuridad. Son contornos rectos que se elevan salpicados por copas de árboles en los cuales se adivina el verde de sus hojas. Y sobre ellos penden nubes de forma irregular, achatadas, extendidas como una sábana olvidada al despertar. De la oscuridad al rosa veteado de gris juegos de los rayos lineales van recorriendo la superficie inferior de las nubes, la cara visible de ellas desde la superficie. Un color rosa que se va diluyendo hacia un gris muy tenue. En tanto desde el este se va consolidando el naranja, reflejo del fuego intenso de las fraguas de los enanos.
Para los mineros son noches de esfuerzos, de trabajo dedicado a la construcción y reparación de instrumentos y herramientas para el otoño que se avecina y el invierno que aguarda agazapado. Concentrados en sus tareas, no reparan en el comienzo del amanecer. Algunos se apoyan cansados en piedras redondeadas, otros buscan alimento reparador, pero nadie apaga las llamas. Y el naranja es cada vez más profundo, más alto. Pero es el sol, redondo y apasionado, el que se eleva y se impone. Su luz cada vez más naranja, cada vez más cercana. Una gran bola de billar escondida entre edificios y hojas de palmeras. Y nubes cada vez más blancas, más débiles, más relegadas. Ya la luz se transforma lentamente en amarilla, no hay construcción que amortigüe se intensidad. Es el momento de dejar de observarlo y prestar atención a las formas y dibujos que se proyectan contra las paredes de la oficina.
Cortinas que se mueven al compás de la brisa madrugadora provocan danzas, son como musgos y plantas acuáticas en el fondo de los mares oscilando con el vaivén de las corrientes. Cuadriculados de fondo cremitas y bordes ennegrecidos que se desplazan por las paredes como un ascensor resoplando por su cansancio. Ángulos rectos que al llegar a puertas mutan a curvas cerradas que se pierden en oficinas abiertas y solitarias. Cordeles de cortinas que trazan adornos opacos regalando irregularidades a rígidas figuras estáticas. Todo es movimiento acompasado, sincronizado con el ascenso del sol.
Un tráfico suavizado por la ausencia de ruidos estridentes recorre el sistema nervioso urbano. Como si le hubieran suministrado calmantes. Los autos ronronean en su andar, las motos silencian sus rugidos. Hay canciones de aves que buscan su alimento, hay otras canciones que acompañan a las que arman su nido. Hay paseantes detenidos ante semáforos descompuestos. Hay desayunadores que se devoran el diario impreso. Hay soñadores que recuerdan pasajes de su vida. Hay maratonistas que trotan sobre pistas trazadas en aceras sin limpiar. Hay colectivos que circulan arrastrando pasajeros absortos. Hay una brisa cálida que mima las pieles. Hay ríos subterráneos que horadan túneles sinuosos. Hay empleados disfrazados de rutina. Hay vagabundos buscando brújulas. Hay una ciudad que nadie reconoce como propia, hay una ciudad orgullosa de sus habitantes, dispuesta a protegelos.