Monotonía. Es la palabra que recorre calles iguales a sí mismas, que se estaciona en veredas de avenidas insistentes en sus rutinas, que se desprende de ramas de árboles aburridos en su inmovilidad, que es susurrada por los pasajeros del amanecer recostados en los mismos asientos de ayer y antes de ayer, de colectivos que reiteran conductor. Transeúntes sobre el transporte que se demoran en sueños fugaces. Una melodía con un solo sonido monocorde que es entonada al ritmo de pasos cansinos, de paseantes cuyos ecos fastidiosos rebotan contra las mismas paredes, los mismos obstáculos.
Son conductas invariables arrastradas por movimientos copiados a través de días sin destacarse. Son conductas que se suceden sin cambios, sin marcas especiales que permitan identificarlos en el futuro. Son conductas arrogantes que tienen ambiciones de ritos individuales. Son mayoría abrumadora los rostros que reflejan la nada, los sonidos que no se dejan escuchar, los paisajes urbanos que se estacionaron en algún día idéntico a cualquier otro.
Solo pequeños detalles se escapan de la visión hegemónica que propone el amanecer. Por ejemplo los reflejos de la luz del sol en edificios vidriados que son proyectados sobre veredas rectilíneas. Que se van deslizando con una sonrisa disimulada hacia límites difusos. Rayos de luz que juegan a las escondidas invertidas; se ocultan y buscan sorprender a los prisioneros de la uniformidad instalada. Son linternas láser que tratan de trazar imágenes luminosas sobre grises invasores de todas las superficies, de darle movimiento a una quietud absorta en su introspección.
No hay brisas que se diviertan con las hojas de los árboles o con llamadores de ángeles o con atrapadores de sueños. No hay nubes que se extravíen en un cielo de celeste sin tonalidades. No hay pájaros ni barriletes que adornen la cúpula que recubre a la ciudad en su despertar. Solo hay sonidos que son expulsados antes de ser percibidos.
Y los trashumantes nocturnos mutaron a sedentarios desganados. Se apoltronaron en sillas frente a mesas con adornos en forma de cuencas, ideales para acumular recuerdos, para depositar penas que le arranquen una lágrima rebelde, para asentar alegrías que dibujen sonrisas efímeras. Solitarios que dejaron que su cerebro se libere de ataduras, que funcione exactamente al revés del ámbito circundante. Se abandonaron a travesías sin timonel, sin guías audaces. Hicieron caso omiso de carteles indicadores de advertencia. Se arrojaron al torrente sin ofrecer resistencia.
Pero es inevitable. La memoria lee y reconoce etiquetas influenciada por el ambiente, condicionada por reglas invariables de asociación. Y abre puertas pintadas con crayones pálidos que señalan melancolías, que indican tristezas. De arcones con historias de sueños inconclusos, de futuros prometidos que el presente destruyó, de pérdidas que nunca fueron reemplazadas, de ausencias que se prolongaron sin avisos.
Miradas que se detienen en el infinito, porque observan evocaciones que pocas veces son conjuradas. El filtro influenciado por la monotonía de una noche que agoniza solo deja pasar anécdotas identificadas con una lágrima solitaria, con un aullido brotando desde las entrañas. No importa los compañeros de mesa o los extraños sentados en otras mesas repitiendo el ritual. Solo son individuos prisioneros de una ciudad invadida por la inmovilidad, que ha decidido que por el momento los cambios son remitidos al ostracismo más profundo, más lejano, más inaccesible.
Y en ese calabozo están solos, aislados, abandonados en grutas inaccesibles, armados con linternas alimentadas de esperanzas que husmean en los signos herméticos dibujados en sus paredes con pinceles insobornables. Signos interpretados de acciones bañadas por la emoción, de signos que reinterpretados a partir de futuros probables e imaginados.
Y las historias mutan en sus colores, en sus tonalidades, en sus circunstancias. Se leen palabras acuosas que antes no estaban. Faltan párrafos enteros que habían sido destacados con anterioridad. Y en los cuencos ubicados al lado del café ya frío, se llenan de lágrimas secas, furtivas, sin colores. Se saturan de penas que claman por su olvido. Se abarrotan de sonrisas cómplices al comprender que cada recuerdo que despierta tristeza, tiene escondido el gozo de haber sido vivido, de ser parte insustituible de su ser. Solo el desenlace de la historia recuperada la convierte en triste o alegre o en alguna de sus variaciones.
Pero cuando esa historia fue vivida, fue disfrutada o padecida sin saber que el final estaba muy cerca. Y luego de reconstruir el momento culminante de la experiencia, irrumpe tempestuosamente la sensación inolvidable del desarrollo, de la evolución de un relato congelado en los meandros de la memoria. Y se impone la certeza de que esas lágrimas deben evaporarse en homenaje a la vida. Y que debe ser devuelta a los arcones insobornables adornados con nuevas perlitas construidas con sueños y deseos emergentes.
Es hora de partir. Es tiempo de abrirse al nuevo día. Blandiendo armas recuperadas de su interior es la ocasión de comenzar a combatir la monotonía torturante. La vida no se detiene.