06/02/2013 Fantasías imposibles

Calles silenciosas en el arranque del día. O en la finalización del anterior. O en la transición entre ambos. Esa franja de tiempo que se viste de posibilidades y clausura momentáneamente las expectativas soñadas el día anterior. Esa zona temporal indefinida donde se cruzan pasos nacientes con pasos agotados. Con miradas que piensan en futuro conviviendo con miradas ya nostálgicas. Ellos guardan en común la abstracción creativa, la introspección profunda. Se confunden con el ánimo de la ciudad que se le escapa por poros invisibles.  Una bocanada de aire renovado que impregna de perfume fresco, con aromas multiplicados, a cada habitante que navega por sus senderos de baldosas trajinadas. La ciudad generosa le dedica a todos sin excepción fragancias diferenciadas, personalizadas. En realidad es cada transeúnte el que selecciona la esencia apropiada a su historia vigente.

Se trata de una simbiosis no forzada, de una vinculación indescifrable, de una unidad momentánea que trasciende. Sin tiempo. Sin apuros. Sin demoras. Solamente se producen grietas molestas en el paisaje veraniego en el momento que una moto se enoja con el semáforo impidiéndole su marcha sin pausas, o los camiones refunfuñando al descargar materiales en las obras, o neumáticos mascullando contra el asfalto incómodo. No importa si las personas van o vienen, si parten o llegan, si están presurosos o sosegados. Todos miran a su interior, todos dejan que la mente descanse, todos permiten que su mente busque refugio en la pereza. Que la mente recorra caminos conocidos. Que la mente no se aventure en nuevos descubrimientos, que no se esfuerce reconociendo paisajes. Que la mente se abandone al ritmo propuesto por el amanecer.  

Pocos errantes cuasi sonámbulos prestan atención a la mañana que se despereza y a la noche que se abandona. Pocos se sorprenden de un sol que se anuncia con pompas arrogantes mientras arroja hacia arriba baldes de pintura dorada, un brillo sin forma que queda pegado al cielo y a las nubes. Un esmalte que se expande hacia los bordes indefinidos, un colorante que se desparrama desde un punto colgado entre el horizonte y un poquito más arriba de él. De un punto indescifrable. De un orificio por el cual se desliza el brillo encandilarte.

Y las nubes más lejanas, al norte, susurran su presencia. Se acicalan con ropajes lilas. Flores de pétalos gaseosos que se abren desde los bordes nubosos. Y hay franjas violetas que se descuelgan desde los recuerdos y recorren como desfiladeros angostos planicies teñidas de rosas. Y senderos anaranjados con trazados en líneas inconclusas. El dorado se va opacando y se convierte en bermellón, el lila se va opacando y se convierte en gris acerado. Las nubes se deslizan hacia los costados, dibujando en el espacio vacío el trono que ocupará el sol.

Los escasos autos —responsables del movimiento citadino todavía raleado—  se demoran en encrucijadas urbanas ignorando las señalizaciones. Deciden sin analizar el camino a continuar, no reparan en distancias o en tiempos, solo se dejan conducir por sensaciones encontradas. Hipnotizados por el escenario se abandonan y dejan que la corriente los arrastre, solo esquivan los obstáculos peligrosos.

Es un amanecer de recuerdos, de nostalgias. De pensar en aquellas travesías inventariadas por fantasías y especulaciones que mutaron de ser posibles para ser imposibles. De tranqueras de asfalto que era posible abrir y sumergirse en senderos ariscos,  desbarrancados hacia el horizonte inescrutable y se convirtieron en callejones infranqueables. De puertas que se esfumaron en un porvenir que nunca será alcanzado. De clausuras con llanto de pérdidas en el presente.

En bares de sillas estáticas y almohadones de pesadumbre y soledad hay parroquianos que resisten. Poblados de sueños indómitos, armados con brújulas, sextantes, astrolabios antiguos, reglas y compases construidos de recuerdos y dolores no acallados, se arrojan sin hesitar al vacío desconocido tras las puertas clausuradas. Visten al futuro imposible de narraciones extraordinarias sin alterar su misterio, se disfrazan de recuerdos reinterpretados si no son placenteros. Crean utopías sabiendo que son inviables, que son irrealizables. Saben que construyen castillos que sirven solamente para dejar descansar a penas insondables.

Y los ojos, prisioneros de alucinaciones idealizadas, se llenan de lágrimas amargas que recorren fantasías imposibles. Se sumergen sin respirar, en silencio, en correntadas de espuma formada por recuerdos. Se elevan desde cauces irregulares para salpicar de quimeras a las orillas de un porvenir ya clausurado. Crean comarcas donde todo es posible, donde lo inverosímil se convierte en realidad.

Y la ciudad se apiada de esas crónicas sumidas en una lucha intensa para sobrevivir. Lea crea un cono de aislamiento. Impide que lo sorprendan ruidos estridentes. Lo protege de luces aguijoneantes. Le canta melodías sin palabras, sin instrumentos. Le obsequia momentos sin relojes. Le permite a los parroquianos somnolientos que su cerebro esté convencido de que sus ensoñaciones son reales. Que por alguna razón inescrutable la puerta clausurada reapareció y encontró la llave para traspasarla.

Y la mesa  —en la que descansan los codos vencidos por sus ilusiones— se estremece al contagiarse de un cuerpo que sufre de escalofríos ancestrales, que está invadido por un estado alterado. Por una ruptura singular de la continuidad. Hasta que las gotas que se originaron en el alma solitaria se convierten en un arcoiris multicolor. Hasta que una sonrisa sin forma abarque un rostro taciturno. Hasta que melodías silenciosas acompañen las vibraciones imperceptibles de una quimera concretada en sueños. Es el momento de dejarlo solo. Es el instante ansiado que la magia se apodera del Universo..

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