El sol —amarillo, redondo de bordes difusos, joven en su energía y sin dar muestras de agotamiento— se levanta tras los edificios dibujados en el cielo. Día a día, amanecer a amanecer repite el ritual. Movimientos incorporados por la costumbre y realizados de memoría, en modo automático. En esa danza archiconocida a veces encuentra espacio y tiempo para pequeñas transgresiones que hacen el deleite de sus admiradores. Éstos acumulan fotos identificadas con fechas gregorianas o sucesos imprevisibles que dejaron su muesca en el mediodía. Porque es en ese momento, en el cual los rayos parecen verticales en su recorrido, que cada oficiante dedicado a glorificar al astro rey bautiza al amanecer.
Tsunami, descarrilamiento, enamorados, distraídos, trashumantes, aquelarre, desenfreno. Son todas etiquetas adosadas a papeles cuadriculados pegados en paredes de observatorios dedicados a estudiar el paso del tiempo y la sucesión de hechos. Rutina de recolección de eventos curiosos, de incidentes extravagantes, de circunstancias invisibles. De clasificación estricta, de rótulos sintéticos resumiendo el detalle que hace de esa mañana única en el devenir continúo.
Es una tarea minuciosa. De concentración dedicada. De un hallazgo repentino de las palabras exactas. De recordar innumerables amaneceres para descubrir las pequeñas similitudes y variaciones. De toparse con la gema apropiada para colgársela como un trofeo singular.
Y hoy el sol es el casco de un guerrero espartano que se despereza luego de una noche de vigilia, de guardia atenta. Se levanta cansinamente. Como un perezoso que cambió arboleda por ciudad y se bambolea entre azoteas. Va irguiéndose paso a paso. Su casco pulido hasta la saciedad en una jornada de aburrimiento, encandila, atrae las miradas para enceguecer desde el blanco de su origen. Ya está de pie, trepado al cielo. Con rostro de asombro, es el coloso de Rodas que atisba al puerto inexistente de la urbe mediterránea.
Y las luces se apagan aturdidas por la claridad. Y los vehículos juegan deslizándose entre las piernas de ese guerrero, totalmente absorto e ignorante de su papel protagónico. Solo desea volver a su terreno de leyendas y praderas bucólicas, en las cuales antaño recorrió arrojando golpes de lanzas y golpeando con escudos a oponentes enfrascados en su misma lucha. Sus ojos identifican los lugares donde cayeron amigos para integrarse a la tierra, donde compinches de batallas se arrojaron contra caballos desbocados, donde en orgías de sangre desenfrenada bebieron de la vida esquivando la muerte.
A medida que se aleja de la superficie se va esfumando su imagen, disipándose en el aire. Son sus sandalias las primeras en ser borradas por la bruma. Es el casco el que rodará durante el día hasta precipitarse en la oscuridad, el último. Son las historias que lo acompañan las encargadas de seleccionar la música diaria.
Sentados en el bar los deambulantes tempraneros se regocijan con el espectáculo. Abandonados por la noche, sueñan con entradas ocultas que los conectan con los universos paralelos. Plenos de fantasías, alejados de la realidad que golpea sin miramientos la puerta de cada uno despertándolo. Quedan los que hacen oídos sordos, los que ignoran los avisos intranquilos y atemorizantes, los que se distraen con los grifos que recorren La Cañada buscando oro en las piedras de las paredes.
Son los que fingen escuchar las noticias de la televisión mientras construyen castillos de paredes de humo. Pueblan habitaciones de personajes irreconocibles y trastocan historias verdaderas en sueños de melancolía. Dibujan tapices que cuelgan de paredes de ladrillos de arcilla de tiempo. Se detienen en relojes con manecillas estacionadas a la hora señalada, fuera de toda convención.
Son ellos los que descubren en el guerrero a un espartano y no a un hitita. Los que admiran los rasgos apolíneos descendientes de conquistadores aqueos. Los que se detienen en la mirada que sobrevivió a medusas, minotauros y cíclopes hambrientos. Los que se lo imaginan corriendo por la playa, vociferando gritos de guerra, buscando a un enemigo invisible. Los que saben que entre el vértigo de su vitalidad necesita además el sosiego de un mar sereno, los brazos traviesos de su dama paciente, los acordes de una lira rebotando contra sus oídos adormecidos.
Son los amanecidos tardíos los que lo ignoran. Los que no lo reconocen bajo el casco bruñido. Los que aceleran aumentando el ruido atosigando calles y llenando avenidas de colores fugaces. Los que no se miran, compiten en llegar primero a metas que están todos los días esperando al primero. Pero nunca identifican al triunfador ni realizan actos de entrega de trofeos. Los que tapan el canto de pájaros con ruidos de prisa e impaciencia. Los que contagian a la ciudad de nerviosismo.
Ya el guerrero no está. Cumplido su acto dejó el escenario a otros actores. Su papel se agotó sin pronunciar palabra. Sus pasos se dirigieron a la salida.