02/04/2013 Descanso prolongado
Lentamente. Pidiendo permiso para moverse: los silencios, o los casi silencios, porque los sonidos apenas son ecos contra edificios adormilados, quejumbrosos. Y una suave capa de rosa tenue se va desplazando desde el horizonte. Callada, segura de su rumbo. Y el resto del cielo es un espejo de color celeste que devuelve la luz. Y la ciudad comienza a recuperar su ritmo. A desgano. A destiempo. Todo es más tarde, todo es más despacio.
Remolonamente las paredes recobran sus colores. Van dejando de ser sombras, de ser oscuro sobre negro nocturno. Aparecen tímidas luces en sus ventanas. Se adivina movimiento tras algunas cortinas. Se percibe modorra a través de ventanas semi abiertas. Y el rosa que transmuta a naranja amarillento, y los bordes de los edificios reciben la luz creciente y la claridad avanza sobre el espacio sin ocupar. Y el sol, respetuoso del clima ciudadano, lanza tímidos rayos buscando reflejarse, trata de descubrir leyendas urbanas en los muros adormilados. Aparece de un salto inesperado, encandilando imprevistamente a ojos que buscan refugio, obliga a protegerlos con lo primero que tienen a mano, a refugiarse en las sombras. Pero todo al ritmo reinante, a la melodía de un amanecer apacible, de un amanecer sedentario.
Sólo el cauce del río Suquía se rebela. Lanza gritos desafiantes que se estrellan contra las riberas artificiales. Consecuencia de las lluvias que se descargaron los últimos días. Agua acumulada que se desliza por un tobogán de pendiente inclinada. Llevándose por delante obstáculos inapropiados, dejándolos en las orillas, abandonándolos sin miramientos. Rugido de furia que pocos días al año emite. Hoy orgulloso clama su satisfacción. Hoy es diferente. Hoy deshizo la rutina.
Y desde la superficie urbana se eleva ese fresco húmedo que se cuela por zapatos desprevenidos. Arranca desde veredas y cordones grises. Libres de polvo, barridos por gotas que limaron sus baldosas, que se llevaron todos los elementos sobrantes. Un ama de casa diligente organizó impecablemente la limpieza.
Los espectros se abandonaron, olvidaron sus rutinas, dejaron pasar sus obligaciones, se entregaron a sus cansancios. Los transeúntes fueron dejados tranquilos, no los sorprendieron voces sin origen, ni súbitos resplandores, ni aullidos desde la fronda de los árboles. Caminaron tranquilos, miradas perdidas, pensamientos vagabundos. Como de costumbre se ignoraron. Al cruzarse miraron para otro lado. Se distrajeron con los sonidos de pasos ajenos.
Y los pájaros se lanzaron a vuelos erráticos. Se dedicaron a flotar en el aire sin destino. A dejarse arrastrar por leves corrientes de aire, que serpentean por esquinas y eluden paredes. Describen parábolas amplias, se apoyan en suaves ráfagas de aire fresco, casi frío. Se abandonan y no interpretan música. Sólo se dejan.
La ciudad se despereza, nos espera. Aguarda que la inyectemos vida, que nuestros pasos la despierten. Que las bocinas y rechinar de neumáticos la aturdan. Un fin de semana tan largo la malacostumbró, la volvió haragana, perezosa. Y estaba feliz. Se resiste a recomenzar.