Los silencios deambulan por calles de laberintos. Transitan pidiendo permiso para moverse. Los sonidos apenas son ecos contra edificios adormilados, quejumbrosos. Y una suave capa de rosa tenue se va desplazando desde el horizonte. Callada, segura de su rumbo, de su meta. Y el resto del cielo es un espejo de color celeste que devuelve la luz. Y la ciudad comienza a recuperar su ritmo. A desgano. A destiempo. Todo es más tarde, todo es más despacio.
Las paredes recobran sus colores. Van dejando de ser sombras, de ser manchas sobre negro nocturno. Aparecen luces en sus ventanas. Se adivina movimiento tras cortinas. Se percibe modorra a través de ventanas semi abiertas. Y el rosa que transmuta a naranja amarillento, y los bordes de los edificios reciben la luz creciente y avanzan sobre el espacio sin ocupar. Y el sol, respetuoso del clima ciudadano, lanza tímidos rayos buscando reflejarse. Aparece de un salto, encandilando imprevistamente, obligando a taparse los ojos, a refugiarse en las sombras. Pero todo al ritmo reinante, a la melodía de un amanecer apacible.
Sólo el cauce del río Suquía se rebela. Lanza gritos desafiantes que se estrellan contra las riberas artificiales. Consecuencia de las lluvias que se descargaron los últimos días. Agua acumulada que se desliza por un tobogán de pendiente suave llevándose por delante obstáculos inapropiados, dejándolos en las orillas, abandonándolos sin miramientos. Un rugido de furia que pocos días al año emite. Hoy orgulloso clama su satisfacción. Hoy es diferente. Hoy deshizo la rutina.
Y desde la superficie urbana se eleva ese fresco húmedo que se cuela por zapatos desprevenidos. Arranca desde veredas y cordones grises libres de polvo, barridos por gotas que limaron sus baldosas, que se llevaron todos los elementos sobrantes. Un ama de casa diligente organizó impecablemente la limpieza.
Los espectros se abandonaron, olvidaron sus rutinas, dejaron pasar sus obligaciones, se abandonaron a sus cansancios. Los transeúntes fueron dejados tranquilos, no los sorprendieron voces sin origen, ni súbitos resplandores, ni aullidos desde la fronda de los árboles. Caminaron tranquilos, miradas perdidas, pensamientos vagabundos. Como de costumbre se ignoraron. Al cruzarse miraron para otro lado. Se distrajeron con los sonidos de pasos ajenos.
Y los pájaros se lanzaron a vuelos erráticos. Solo a flotar en el aire. A dejarse arrastrar por leves corrientes de aire, que serpentean por esquinas y eluden paredes. Describen parábolas amplias, se apoyan en suaves ráfagas de aire fresco, casi frío. Se abandonan y no interpretan música. Sólo se dejan.
La ciudad se despereza, nos espera. Aguarda que le inyectemos vida, que nuestros pasos la despierten. Que las bocinas y rechinar de neumáticos la aturdan. Un fin de semana tan largo la malacostumbró, la volvió haragana, perezosa. Y está feliz. Se resiste a recomenzar.