01/02/2013 Doblón español acunando sueños

01/02/2013 Doblón español

Dorado. Un medallón que encandila de la luminosidad que irradia uniformemente. De un salto esquivó el horizonte y transformó el cielo monótono de celeste apagado en un lienzo de acrílico pintado con furor, sin escatimar pintura. Y era tanta la intensidad que todo se fue coloreando con tonos decrecientes a medida que se alejaban de la fuente emisora. Las pocas nubes se dispersaron atontadas, se protegieron buscando refugios, tratando de encontrar barreras naturales que les permitiera reagruparse.

Los edificios —comenzando desde las azoteas muy castigadas en los últimos días—  giraron y mostraron su mejor perfil. Y en los colores de sus paredes se reflejaron destellos resplandecientes, rayos energizados desde su nacimiento que arribaron cruzando la atmósfera recorriendo senderos incendiados. Y por las paredes verticales va corriendo un tenue tul que se va dejando caer hasta desplomarse sobre el suelo. Va dejando al descubierto, a medida que avanza, tonalidades briosas, exultantes. Se transforman cada vez en más claros, van desplazando a gradaciones opacas y vestidas todavía de noche. Involuntariamente atrapadas y demoradas por somnolientos despertares que van aletargando todo movimiento.

Arranque vertiginoso. Ni los pájaros llegaron a responder con sus cantos con la presteza normal. Solo atinaron a posarse en las ramas más altas, mangrullos naturales desde los cuales disfrutar el estallido de un doblón español rescatado en mares antillanos y olvidado por cazadores de tesoros. Absortos cantan comunicándose entre ellos, marcando este amanecer como hito para comparar en el futuro, para establecer un máximo a ser superado. Dejan la búsqueda de comida para más tarde, entrecruzan alas para ahuyentar la soledad mañanera. Guardan trinos de admiración, no quieren interrumpir la puesta en escena.

Y el túnel vigoroso y verde de La Cañada, recorrido por un hilo de agua que adorna el fondo, se engalana con tonalidades extrañas. Reflejos dorados, amarillos que rebotan contra hojas oscilantes de escaso recorrido. Reflejos que finalizan contra las paredes pétreas, dando origen a un mural de tonalidades cambiantes y movimiento de valsecito peruano. Y rebotan contra el suelo húmedo devolviendo imágenes de agua inquieta, de agua a la que cosquillean haciéndole salir del cauce recorrido por añares. Y de un lado pantalla de sombras en movimiento salpicada por reflectores amordazados y colgados de la cúpula. Y del otro borde sombras acentuadas, inmóviles. Que censuran a su semejante por la falta de decoro con que exponen su desnudez.  De un costado la vida que se desparrama e inunda con vigor colorido, del otro solemnidad de un despertar en sombras, estáticas, ausentes de todo movimiento.

Y los paseantes ocasionales se detienen maravillados. Y los habituales reconocen en la profundidad de sus recuerdos estados semejantes. Buscan rápidamente recorridos neuronales que rescaten a algunas experiencias similares. Y halladas encuentran instantáneamente la mejor opción para gozar. Hedonistas del amanecer tratan de aprisionar el instante. Unos para lograr el empuje que los conduzca con alegría hacia el mediodía, otros para comenzar sueños sin planificar con ritmos de cantos a la vida, contagiando a su dormir en una explosión incontrolada de quimeras. Fantasías ingenuas, alucinaciones desencadenadas. Los restantes —comodines urbanos buscando su rutina diaria—  atinan solo a taparse los ojos y buscar recorridos con calles de edificios altos que impidan la molestia brillante en sus ojos. 

Los transeúntes experimentados con una sonrisa socarrona y escondiendo sus intenciones, cambian de rumbo buscando el sendero instalado sobre el borde oriental. Cambian su caminar a categoría de pasear. Toman una rama imaginaria que sirva de bastón y a cada paso golpean las piedras que abren millares de ojos cuadrados, almenas geométricas y simétricas, hacia el agua deslizándose sin prisa. Permiten gozosamente que sus pensamientos naufraguen en lagunas de ensueño, que alucinen eludiendo patrones establecidos y trillados. Dejan que sus ojos reciban la mayor cantidad de imágenes de la pared contraria, que se cubre de sombras chinescas. Sombras salpicadas de colores intensos eludiendo los obstáculos que los rayos atraviesan en el espacio cercano. Aceptan sin filtros las apariencias de grises y negros que corretean sin planes prefijados. Que se detienen, se superponen, se entremezclan, ora dibujando un réquiem, ora trazando una sonata. Sin palabras. El silencio no es interrumpido ni por motores de motos aullantes ni por colectivos maltrechos que expresan su dolor provocado por mantenimientos inexistentes

Y la ciudad se sacude. No puede permanecer indiferente. Y sin querer, llevada por la emoción visual de una salida de sol fuera de lo común, despide calor interior que se acumula al existente. Y una brisa, provocada por este desplazamiento involuntario, barre calles, avenidas sorprendiendo a los espectadores y a los despreocupados. Un airecito fresco se eleva pocos metros para ser reemplazado por el que brota de la superficie. Y las hojas reaccionan oscilando levemente, recibiendo frescor inesperado, histerisquean con sus nervaduras tensas. Miran hacia arriba tratando de pronosticar los cambios de clima anhelados. No les es posible, sus modelos predictivos no prevén bocanadas intempestivas arrojándose desde el suelo.

A los pasajeros casi se les escapa el transporte habitual. Por suerte están los  conductores entrenados. Que solamente posible a esta hora de solitarios y perseguidos, reconocen las paradas realizadas a diario y memorizadas  por la repetición sin interrupciones. En los turnos de estas horas lo abordan las mismas personas y ellos se detienen sin que les indiquen y logran que caras alegres y despreocupadas busquen asientos vacíos para descargarse y seguir disfrutando. Hoy son rostros despiertos, sumergidos en sus fantasías reiteradas. Hoy engalanadas con collares y cuentas de los colores más extravagantes, hoy bailan al ritmo de oberturas entonadas por instrumentos de viento, acompañados con pianos vehementes. Los ojos abandonaron la somnolencia, se vistieron de media mañana.

No hay restos de sueños colgados del pasamano. Liberados por la falta de somnolencia se resguardaron del desvelo de cerebros conscientes, se agazaparon aguardando el próximo dormir. Hibernaron hasta nuevo aviso.

Solo uno se quedó tozudamente. Olvidado en el colectivo, se aferró a su supervivencia. Perduró todo un día esquivando intentos de olvido. Y suspendido, flotando entre asientos ocupados, regaló ritmos de carnavalitos, huaynos, chacareras, tonadas, cuecas, Se mezclaron en melodías alegres y otras brotadas desde la soledad, sonidos originados en sikus, antaras, quenas, charangos y bombos. Y ubicado en el peldaño que inicia los escalones para descender, la está la figura de un chango como si estuviera sentado en la vereda de una callejuela ascendente, de piedras irregulares. Angosta en sus extremos, apretada por casas de barro blanqueadas por el tiempo y asomándose a una plaza imitando al oasis de un desierto yermo. 

Atentamente escucha. No hay nada en el universo que lo pueda interrumpir o provocar una ruptura en su atención. Fija sus ojos en su hermano, en sus dedos que frotan al sikus con movimientos guiados por la emoción. Conoce las melodías, sabe de sus acordes y de sus arreglos sin saber de qué se trata, pero conociendo para que sirve. Se transporta a las planicies ocultas entre montañas guardianas. Se ve sentado sobre rocas a las que fue bautizando día por día. El halcón herido, la silla desordenada, el tallo hachado, la cama sin patas, la luna creciente. Reconoce vibraciones que brotan desde el centro del estómago y se distribuyen por todo el cuerpo. Contagiando a las manos apoyadas en las rodillas y con los  pies descalzos en comunión con la tierra. Allá los cabritos esperan una orden para que la majada busque lugares con más alimento, pero el guía sueña despierto.

Repite las melodías que escucha en noche de rondas de amigos. Reinterpreta cada una, tratando de memorizar series de sonidos. Tamiza y reproduce a su modo ecos atesorados en su memoria. Con el sikus que construyó a escondidas con la ayuda de abuelo, le grita a las montañas su soledad, le cuenta sus sueños, les responde a preguntas que le llegan por valles y desfiladeros. Reproduce sonidos que le envían desde las profundidades de grietas y grutas. Les cuelga colores pintados con los silencios de sus manos.

Aguarda en confidencia con él mismo la oportunidad de mostrarse. De presentarse frente a su hermano y poder tocar juntos sus pesares y sus júbilos, sus desgarramientos emocionales y sus alborozos compartidos, de poder trazar lágrimas y sonrisas que brotan del alma, que se originan en recuerdos que no son de él sino de la comunidad. Que no precisa de aclaraciones.

Y hoy. Y también ayer y seguramente mañana, repetirá su fantasía inconclusa. Soñara que está  fugado de su realidad, de sus circunstancias. Que logra comunicar con su música lo que no puede con sus palabras. Que es capaz de dialogar con la tierra que lo aloja, que puede hablar con las rocas y ser su vocero. Que sus dedos y su aliento tienen mensajes para todos. Que es una parte del universo.

Y sonríe y su sonrisa se esparce por el colectivo. Su sueño ignora el viaje a una ciudad que nunca podría imaginar. Que lo arrastraron de su lugar en el mundo a una comarca desconocida. Fue recibido con hostilidad, lo trataron como forastero no deseado. Pero lentamente se adaptó, hoy está integrado y es bien recibido. Lo invitan a reuniones y le cuentan leyendas urbanas, muy distintas con las que creció en las alturas. Pero su momento mágico persiste. Y a él retorna para revivirlo cada viaje en colectivo que hace en amaneceres urbanos. No termina de acostumbrarse, su utopía de adolescente no lo abandona, lo acompaña flotando por sobre su cabeza. 

Se siente náufrago sin saber su significado.

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